Una Frase Estúpida por Joseín Moros

Nuestro amigo Joseín Moros nos envía una narración de su propia pluma para que la disfrutemos y le demos nuestra opinión:

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Una Frase Estúpida

Autor: Joseín Moros

No desprecies la palabra escrita,

ella siempre oculta una intención.

Orien, el androide.

La mano de tres dedos se extendió, su piel gruesa y correosa hizo rebotar la moneda cuando cayó en la palma; antes que tocara el suelo la atrapó con un movimiento de relámpago.

—Gracias pwanne —dijo una voz profunda, utilizando el respetuoso término para los conquistadores terrestres.

Entonces, bajo el cielo nocturno con cinco lunas azulosas, la mujer miró con más atención la figura acurrucada en el húmedo empedrado. Estaba cubierta con harapos, tenía ojos de pupila vertical, amarillos como fuego, cabellera violeta, granulosa piel gris y ausencia de fosas nasales sobre la boca poblada de colmillos.

Que feos son, tiene un infante en sus brazos, debe ser una de sus mujeres —pensó con sentimiento de asco y con rapidez apartó la mirada, para observar el deslumbrante lugar hacia donde iba.

En el suelo, milenarios bloques de piedra húmeda y desgastada, relampagueaban con reflejos de luces artificiales. Los descomunales edificios parecían antiguos faros marinos de la tierra, casi cubiertos con pantallas plenas de imágenes promocionando bullentes centros de diversión. Multitud de vehículos descargaban gente con aspecto festivo, risas y voces, en diferentes idiomas, producían ecos en la estrecha calle.

Ella se alejó del vehículo flotante, con gracia movió sus bellas piernas desnudas y caminó sobre la alfombra roja por encima de los charcos de lluvia. En esta región del planeta G-065 el clima era de naturaleza tropical.

Entonces, casi a nivel del suelo en la pared marmórea, vio otra de aquellas inscripciones; parecía escarbada con un objeto filoso. Su simbología le era ininteligible, los retorcidos trazos le transmitían angustia. Imaginó una garra de tres dedos escarbando la roca, con uñas puntiagudas como puñales, y desvió la mirada una vez más, no quería saber de aquella chusma asquerosa.

Varias horas después, mientras bebía un licor dorado, y admirando los innumerables cuerpos de androides que bailaban en la gigantesca tarima de espectáculos, decidió hacer una pregunta a su acompañante en el diván.

— ¿Qué dicen esos letreros que hay por los rincones oscuros de las ciudades?

El hombre de roja cabellera y ojos esmeralda, la miró con sorpresa. En la frente brillaba una estrella, lo identificaba como otro androide similar a los que actuaban en el escenario. Bebió de su copa, sonrió, mostrando la dentadura perfecta, y quiso besarla, para cumplir con su trabajo: divertir los clientes del local.

—Ahora no Orien, contesta primero —dijo ella y apartó su cuerpo humano de prodigiosa belleza, apenas vestido con pequeños velos luminosos.

—Dicen: “comí fruta”, “he reído”, “hace calor” —contestó Orien, haciendo cortas pausas entre cada cita —, son tres del tipo más común, hay otros como estos: “caminé por la calle” “vi el templo” Tal vez expresan algo mucho más profundo a la banalidad de esas palabras.

La mujer puso cara de recelo.

—Son estupideces, producto de una mente simple; a quién le interesa. ¿Por qué molestarse en hacerlos? —gruñó despectiva, pero su expresión parecía no coincidir con sus palabras.

El androide miró a los lados, para cerciorarse de no ser oído y murmuró, acercando su boca a la oreja de la mujer.

—Señora Isaal, los Karrebas fueron dueños de este mundo desde hace millones de años, hasta que llegaron los terrestres. Yo formé parte de los ejércitos imperiales, tuve a mi mando una flota de naves y he destruido civilizaciones; perdí una batalla y me asignaron este trabajo, ahora soy un juguete para damas y caballeros.

Ella era muy joven, y la vida de un androide se medía en siglos. Antes de continuar hablando, Isaal miró la amplitud de la sala, similar a una catedral llena de herejes iluminados con relámpagos infernales.

—Construyeron ciudades enormes —dijo ella, sin tomar en cuenta las últimas palabras del androide—, y este soberbio edificio dicen que tiene cuarenta milenios.

—Señora, este suburbio fue territorio sagrado, cementerio y lugar de oración. Estamos en uno de sus templos, ahora convertido en zona de diversión para los conquistadores.

— ¿Lucharon los Karrebas? ¿Cómo fue su derrota? Apenas veo algunos de ellos en los callejones de las ciudades —preguntó la mujer.

—Había millones, pero no lucharon. Escaparon a las selvas, a una vida primitiva que está extinguiendo su población. Este planeta es una jungla poblada de fieras.

El androide miró hacia los focos luminosos en lo alto de las cúpulas, tal vez recordando los muchos soles que había visto en su larga vida de guerrero galáctico. Entonces continuó hablando cerca de la mujer.

—Estaban bien preparados en conocimientos tecnológicos. Las autoridades intentaron esclavizarlos, utilizándolos en producción de alimentos, minería y fábricas de armamento, pero dejaban de comer y morían con rapidez, como orgullosos pájaros cuando son enjaulados. Los Karrebas prefieren la muerte antes que la esclavitud, tal vez tienen una conciencia libre y pueden decidir su destino.

La expresión del hombre artificial se había endurecido, de inmediato volvió la cara suave y complaciente.

Isaal no vio aquella mueca de dolor en Orien, aunque era improbable que comprendiera la tormenta interna del androide.

—La que vi en la calle tenía un bebé, tan horrible como ella. ¿Por qué no lucharon por sus familias? —dijo Isaal, bajando la voz, había percibido que el tema de conversación podría molestar otros clientes a su alrededor, quienes se entretenían con androides masculinos y femeninos.

—Tal vez comprenden el valor de una vida. Ninguno quiere matar, y pueden elegir —dijo en voz mucho más baja el androide Orien.

De nuevo Isaal no percibió el torbellino emocional en el interior del ser artificial.

Cuando la alborada tornó el cielo en violeta, con desgarrones rosados como sangre licuada en leche, del edificio salió la joven. La lluvia no podía tocarla, sobre Isaal flotaba un paraguas translúcido. Casi al llegar a su vehículo algo le atrajo la mirada. Al final del callejón estaba la extraña mujer y el bebé, ella escarbaba con su uña contra la pared de otra construcción. Tuvo un impulso inexplicable y salió de la alfombra, el agua de los charcos heló sus pies, pero no le importó; cuando estuvo detrás de la figura encorvada habló casi llorando.

—Dime qué escribes y porqué —hizo una pausa antes de continuar—, te lo suplico, mujer.

Sin voltearse la figura cuchicheó con voz profunda.

—Escribo: “un nuevo amanecer”, porque hoy moriré.

Isaal notó la lluvia correr por su cara, no sintió frío, algo le enardecía. ¿Por qué esta gente no luchaba por su familia? —Se preguntó— ¿Y qué pasará con la pequeña criatura? Se quedó muda, esperando más palabras.

—Pudimos exterminar tus ejércitos, destruir la carne de tu gente. Mira a tu alrededor, hemos sido invadidos por otros guerreros, pero sabemos esperar. Volvemos una y otra vez, para vivir al sol y bajo nuestras lunas, en tanto que la raza de los vencedores desaparece en las tinieblas. La derrota es la victoria, pronto lo descubrirán.

—Es una estupidez, igual que tu mensaje de retrasada mental —gritó Isaal, el ruido de la lluvia casi ahogaba sus palabras.

—Podemos derrotarlos con sólo desearlo —siseó la mujer.

Isaal la miró con terror, había percibido tal certeza en aquellas palabras que sintió su corazón y cerebro encogerse.

—Observa mi mano, Isaal. Es tu hálito y el de tu hijo. Fue concebido hace dos noches y lo presentías.

En la garra de la mujer aparecieron dos microscópicos puntos brillantes.

—Y estos son ustedes, en la galaxia.

La nubosidad dorada, como refulgente polen, flotó alrededor de las mujeres.

—Podríamos aplastar sus mentes, hundirlos en la locura, como envenenando gusanos.

Isaal cayó de rodillas, con las dos manos sobre el vientre, en gesto protector. No pudo emitir palabra. Miró la garra de filosas uñas, y los frágiles corpúsculos centelleantes casi ocultando el cuerpo de la mujer. Desde lo profundo de su espíritu supo que sus palabras eran verdad. Con desamparo su pensamiento lo expresó.

La victoriosa humanidad desaparecerá. Hasta nuestras lápidas serán corroídas por el viento y no habrá quien escriba una frase estúpida por nuestra memoria.

FIN

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Joseín Moros
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