Semillas de otoño

Tenemos un nuevo concursante para nuestro Concurso de Relatos, se trata de Alexander Foxx, un escritor Italiano residenciado en Barcelona. Alexander se dedica principalmente a la Flash Fiction, pero poco a poco está entrando en historias mas largas.

En el siguiente relato nos narra la historia de una Estación Espacial muy particular:

Hidroponic garden

SEMILLAS DE OTOÑO

Autor: Alexander Foxx

Llegó a la estación espacial antes de la hora prevista; en realidad para este tipo de viaje es más bien complicado establecer unos horarios y cumplirlos, al fin y al cabo se encontraban en una estación de entrenamiento en órbita alrededor de un mundo que Mark no había oído nombrar nunca antes de que le destinaran allí, perdida en medio de la nada.

Nadie le estaba esperando en el muelle de llegada, lo cual no fue una sorpresa para él. No conocía a nadie, y además siendo el rookie de la estación tenía que ir con mucho cuidado para protegerse de las bromas pesadas, inevitables en una situación como la que iba a vivir durante los meses siguientes. El último en llegar, el primero en sufrir.

Al mostrar su tarjeta de identificación el sistema le dio acceso a un cubículo cilíndrico de cristal. Allí un escáner tridimensional le observó hasta las entrañas emitiendo un zumbido muy agudo. Posiblemente el aire era menos denso en el escáner, o quizás simplemente fuera su manera de decirle de estarse quieto durante unos instantes. Al acabar el cilindro se abrió en el lado opuesto a donde había entrado, permitiéndole así el acceso a las instalaciones.

Pocos pasos más allá Mark se encontró con una puerta cerrada. Acercó su mano a un panel situado en el margen derecho. Seguidamente oyó una voz que parecía provenir de la nada.

-Buenos días alférez Mark Knopfit.-

-Buenos días- le contestó. -He sido enviado a la estación Porklewskyi y tengo que presentarme al mando terrícola.-

-En esta estación solo hospedamos a terrícolas alférez Mark Knopfit. En este momento se está usted presentando al mando terrícola.-

-Le pido perdón, Señor- dijo, poniéndose firme. -No había entendido que estaba hablando con el capitán de la estación.-

-Está usted en lo cierto, alférez Mark Knopfit. El mando terrícola de la estación ha sido delegado al ordenador de a bordo. De forma temporal. Por razones que no le puedo explicar todavía.- La puerta se abrió con un silbido, dejando entrever una antesala bastante grande. -Puede acceder a las instalaciones.-

Mientras cruzaba el umbral, el alférez preguntó al aire -¿dónde puedo recoger mis efectos personales?-

-Le serán entregados en su camarote, no tiene por qué preocuparse al respecto.- La puerta se cerró y Mark se encontró en una sala de espera blanca, más aséptica que la sala de un hospital. Una silla blanca de similplástico recubierta de similpiel era el único atisbo de comodidad de la habitación. Parecía más una celda que una sala de espera. Allí se quedó, silenciosamente, durante un tiempo indefinido pero aparentemente infinito.

De repente, cansado ya de esperar, se acercó nuevamente a la puerta.

-¿Ya quiere marcharse, alférez Mark Knopfit?- le inquirió la misma voz misteriosa.

-En realidad solo quiero acceder a la estación- contestó el alférez, sumiso pero decidido.

-Entonces sería oportuno que se dirigiera a la puerta que tiene en el lado opuesto de la habitación.-

Mark se dirigió al lado opuesto de la habitación, aún sin percatarse de la existencia de una puerta. De repente la vio, blanca en fondo blanco, casi imperceptible. Se acercó y la voz le preguntó -¿está seguro de querer acceder a la estación?-

-Si- contestó, con tono de resignación. La puerta se abrió de un soplido.

Esperaba encontrarse con una fiesta a sorpresa, pero lo único que vio fue una línea luminosa roja en el suelo. -Las luces rojas le guiarán a su camarote- le dijo la voz.

Al llegar al camarote hesitó antes de abrir la puerta. Posiblemente estuvieran esperándole detrás de ella, para asustarle y felicitarle a la vez. Al final se decidió, pulsó el mando de abertura y… no ocurrió nada. La puerta se abrió, pero no había nadie detrás de ella. Solo su camarote. Con sus efecto personales.

Mark empezó a pensar que posiblemente fuera el único terrícola a bordo de la estación.

***

Se echó de un brinco a su cama para comprobar su consistencia. El colchón de aire le envolvió como para regalo, luego le fue dejando progresivamente para que pudiera respirar y también reflexionar. Nadie de nadie. Ninguna novatada. Sorprendente.

-Ordenador.-

-Sí, alférez Mark Knopfit.-

-¿Cuántas personas hay en la estación?- le preguntó sin reparo, directamente.

-Veinticinco, alférez- le contestó el ordenador de la estación. -Veinticinco más Julio.-

Mark se quedó perplejo. ¿Qué habrá querido decir? -Define Julio- dijo en voz bien alta, separando bien las palabras para que no hubiera malentendidos.

-Julio Corbera, alférez. La tripulación quiere que le cuente siempre por separado.-

Extraño. Muy extraño. Ya veremos.

Veintiséis tripulantes entonces. -¿Y ninguno de los veintiséis ha venido a recibirme al llegar?- preguntó en voz alta, más hablando consigo mismo que con el ordenador, pero éste, al no entender las sutiles diferencias, le contestó.

-Julio estaba llevando a cabo una tarea que no podía interrumpir, pero me ha dejado un mensaje pidiéndole disculpas por ello- le contestó el ordenador.

-Ya, pero ¿los otros veinticinco?-

-Ellos no- fue la lacónica contestación del ordenador. Luego percibiendo un silencio interrogativo especificó: -no dejaron ningún mensaje; y no estaban llevando a cabo ninguna tarea que no se pudiera demorar o interrumpir.-

Aún más extraño. En la academia no te preparan para eso. Habría que reflexionar al respecto, pero ahora el viaje estaba pasando factura y el cansancio afloraba.

-Descansaré un poco, ahora- le dijo a su amigo el ordenador. De momento era el único amigo con el que podía contar en la estación.

-Dentro de poco más de dos horas está prevista la cena. ¿Le aviso dentro de dos horas para que pueda acudir?- le preguntó de forma muy educada.

-Claro que sí, gracias.-

-Gracias a Usted, alférez Mark Knopfit, por permitirme ayudarle.-

Se hizo un silencio tan sorprendente como irreal. El cansancio era mucho, las maletas podían esperar. Se durmió casi sin darse cuenta.

***

La voz que escuchó, si bien suave, le sobresaltó.

-Alférez Mark Knopfit, es hora de acudir al comedor- dijo invitante; Mark no estaba acostumbrado todavía a esta relación tan etérea y espiritual, pero confiaba que se acostumbraría con el paso del tiempo. Cosas peores se han visto, a lo largo y ancho de la galaxia.

Se levantó despacio, para minimizar el efecto de la diferente gravedad de la estación, tal como le habían enseñado en la academia. En realidad, la gravedad de la estación era exactamente igual a la terrestre, pero él no podía saberlo. Como todos los novatos hacía las cosas tal y como le habían enseñado en la academia militar. Con lo cual se quedaba algo desfasado de la realidad.

Novato.

Se estaba dando cuenta de ello, y se sentía solo. Muy solo. Y eso que acababa de llegar…

Se cambió de uniforme, después de una breve ducha seca, y se dispuso a salir rumbo al comedor. No sabía nada en absoluto, no se había presentado al primer oficial (por mucho que el ordenador dijera que no era necesario, él seguía estando intranquilo temiendo la reprimenda del primer día), no sabía ni siquiera cuales iban a ser sus cometidos. Muchas incógnitas, y poca clareza.

-Ordenador- dijo fríamente.

-Dígame alférez Mark Knopfit- le contestó la consueta voz femenina.

-¿Cómo puedo llegar al comedor?-

-Cuando Usted quiera, puede seguir las flechas rojas que verá en el suelo.-

Mark asintió. -Como cuando me enseñaste el camino para mi camarote- dijo en voz alta, pero más para sí mismo que para su interlocutora invisible. Estaba intentando asimilar todas las diferencias con respecto a los ambientes de la academia a los que estaba acostumbrado y las novedades derivadas de encontrarse en una estación espacial real, nada que ver con las simulaciones a las que había tenido que ver hasta ahora.

Se fue al comedor. Siguió las flechas rojas, y no encontró a nadie en su camino. Al llegar delante de una puerta cerrada se detuvo. Era el comedor. Estaba seguro. El gran letrero lo afirmaba: COMEDOR decía. Mark sin embargo tenía cierto miedo. No se atrevía a abrir la puerta. Todavía no podía creer no haber sido objeto todavía de novatadas; a lo mejor le esperaban detrás de la puerta con una fiesta a sorpresa; o bien al abrir se encontraría con un trastero oscuro.

Al final se animó. De un silbido la puerta deslizante se abrió, ofreciéndole una panorámica sobre un comedor. Un normal, banal comedor de una estación espacial. Un comedor ‘de libro’. Un preparador automático de comida, un dispensador de bebida, unas mesas y unas personas sentadas. Nada más.

Se atrevió a mover los primeros pasos y a adentrarse a este nuevo espacio. Aquí sí podía ver a personas, sentadas a las mesas, hablando alegremente. Parecían no haberse percatado de su llegada. Hasta que Mark escuchó una voz.

-Tú debes de ser el alférez Mark Knopfit- dijo uno de los comensales.

Mark dirijo su mirada hacia el rostro de donde provenía esa voz. De repente vio también los grados del oficial y se puso firme. -Sí, Señor- dijo. -Alférez Mark Knopfit, presentándose al capitán de la estación, señor.-

El capitán miró a los comensales que con él compartían mesa y, después de un momento de hesitación, soltó una carcajada. Los demás le siguieron, imitándole como grotescas máscaras.

-Deje de un lado estas formalidades, alférez. Aquí estamos para trabajar, y el trabajo que llevamos a cabo es, diría, ligero. Soy Patrick Perkins, capitán de la estación, y estos son Morgan Cuir, mi primer oficial, y Allison Helmes, la encargada de las comunicaciones con los alienígenas. En caso hubiera alguno.-

-Hola- le dijo Allison Helmes tendiéndole la mano. –Soy Ally. Me levantaría, pero tengo el culo pegado a la silla.- Morgan no dijo nada, se conformó con asentir.

-Tome asiento, alférez. Más bien, antes sírvase algo; ¿sabe cómo funciona un preparador de comida?-

-Sí, señor, en la academia también teníamos preparadores de comida- contestó Mark, sin perder la compostura y la formalidad.

Una vez conseguido de la máquina infernal lo que quería, o algo parecido, se dirigió a la mesa del capitán con su bandeja. Cuando pidió permiso para sentarse los tres se miraron, luego el capitán soltó una carcajada, y los otros dos le siguieron. -No seas tan formal, este es un puesto de trabajo, ya has dejado la academia- le dijo Patrick Perkins.

-Parece que no la ha dejado todavía- puntualizó Allison Helmes entre risitas. -Ya se soltará…-

Mark empezó a comer. Había pedido algo ligero, todavía le pesaba un poco el viaje y los nervios y la tensión de conocer a sus nuevos compañeros de trabajo eran muchos, especialmente considerando que en la estación la convivencia sería obligada y muy estrecha durante los próximos dos años.

Al ver que nadie le dirigía la palabra al final se atrevió a preguntar: -Usted perdone, capitán. Quisiera saber cuál será mi cometido en la estación.-

El capitán le miró con cara sorprendida. -Bueno, no sabría decirte, ahora, así… haremos lo siguiente. Tú ahora descansa. Nos veremos para cenar aquí. Pensaré algo para ti.-

Y dicho esto los tres se levantaron de la mesa y se fueron. Mark se quedó solo a acabar su comida. Ya estaba reflexionando. Iba a estar dos años en aquella estación. No sabía qué iba a hacer. No sabía por qué le habían enviado allí. El capitán parecía estar al corriente de su llegada y sin embargo no le tenía preparado ningún tipo de trabajo, lo cual significaba que no era imprescindible para la estación. Morgan Cuir parecía completamente sumiso al capitán. Allison Helmes parecía vulgar y grosera.

Le esperaban dos años llenos de incógnitas.

***

“Vigila. Controla. La madre o la probeta que te parió”. Eso y otras expresiones verbales y no verbales mucho menos educadas estaban pasando por la cabeza del recién llegado alférez Mark Knopfit. El capitán, o lo que fuera, le había puesto a controlar la bodega. Y haciendo turnos de doce horas. En la mazmorra. Y, además, dónde no había nada que controlar.

Había llegado desde hacía solo dos días y sin embargo ya estaba nervioso, enfadado, intratable, una fiera enjaulada. Mala bestia, el estrés; máxime si el sentimiento de inutilidad le alimenta constantemente, proporcionándole precisamente el sustrato que necesita: el resentimiento hacia la autoridad.

Normal, pero no por eso menos doloroso.

La estación espacial no era muy frecuentada, ni por humanos ni por alienígenas. Demasiado lejos de los puntos neurálgicos de este cuadrante de la galaxia, no estaba tampoco situada cerca de asentamientos mineros. Es decir, estaba atrapado en una estación espacial en medio de la nada, con compañeros vagos e inútiles (los buenos) y llevando a cabo una tarea insulsa.

-¡Happy!- dijo entre sí, mientras reprimía las lágrimas. Debía hacer frente a la situación.

Su nivel de autoconmiseración estaba subiendo como la espuma, cuando de repente le pareció escuchar unos pasos. Eran pasos suaves, pero pasos. Y parecían ser humanos, además. Se puso en actitud defensiva, sus músculos tensos, la adrenalina que estaba empezando a fluir con fuerza en su sistema circulatorio conforme el efecto Doppler (que funcionaba también en las estaciones espaciales) delataba el acercarse del ser loquefuera… hasta que en la penumbra apareció de detrás de la esquina. Y el alférez Mark Knopfit disparó.

-¡No dispares! ¡Soy amigo!- Mark contuvo la respiración. ¿Amigo? Suerte de no haber acertado entonces.

-¿Amigo? ¡Yo no tengo amigos en esta nave!- gritó, más para aliviar la adrenalina que por estar enfadado. –Acabo de llegar- explicó. -¿Quién eres?-

El otro se levantó del suelo y se dirijo hasta él con su mano derecha tendida en clara y obsoleta señal de amistad (ahora nadie ya saludaba de esa forma). –Es un placer, no nos han presentado todavía. Soy Julio Corbera.-

Mark le miró, extendiendo la mano casi mecánicamente. –Ese Julio Corbera- dijo titubeante. –Estaba empezando a creer en las leyendas urbanas.

Julio soltó una carcajada. –Ya sé, me consideran un bicho raro, algo que no encaja con su manera de pensar, ¿verdad?-

-El ordenador me ha dicho que te cuenta siempre aparte…-

-Eso hace un buen ordenador. Seguir las instrucciones de quienes mandan. Y a mí me da lo mismo, no me voy a enfadar con él por una tontería como esa.- No dejaba de sonreír, pero afortunadamente había soltado la mano de Mark, el apretón había sido intenso. –Me alegro de poderte saludar, pero ahora te tengo que dejar; solo pasaba por aquí, y quise venir a conocerte: estoy en mi rato libre, y hay que aprovechar el tiempo.-

-¿Rato libre?- preguntó Mark.

-Así es cómo defino yo el tiempo que no estoy de servicio, como es tan poco… hago turnos dobles, y a veces incluso un poco más. Así que, el tiempo que me queda, son los ‘ratos libres’.-

-¿Con turnos dobles te refieres a 16 horas diarias?-

-En el mejor de los casos, pero no ocurre casi nunca- le contestó siempre sin perder la sonrisa. -Siempre me encuentro con alguien que necesita mi ayuda, y no se la puedo negar.-

Mark se quedó atónito, viéndole salir saludando con la mano. Turnos de 16 horas. Y más. Acababa de dispararle, casi le fríe los sesos. Y sin embargo ¡no deja de sonreír! Efectivamente, era un tío raro.

Pero emanaba un halo tan atractivo, que se sintió perturbado.

***

El suplicio de la supervisión de la bodega solo duró un par de semanas. Luego, finalmente destinaron el alférez Mark Knopfit a encargos más propios de su preparación. Tuvo que hacerse cargo de la armería. Es decir, el control, limpieza y puesta a punto de todas las armas de la estación espacial. Le entregaron un listado, luego le transmitieron el código de acceso a la zona restringida, y Mark era feliz como una perdiz Altuviana (las perdices de Altuv IV se parecen mucho a las perdices terrestres, pero corretean mucho más felices de aquí para allá; hasta les gusta que las cocinen, tienen bien asumido su rol en la cadena alimentaria).

Duró poco tiempo. Duró hasta que se dio cuenta que la estación espacial no estaba equipada con mucho armamiento; dos torres con control remoto y cañones laser, unos cuantos subfusiles laser para casos de emergencia, y las armas personales de los soldados y oficiales terrícolas que, se enteró después de mantener una charla con el ordenador, se solían extraviar con cierta frecuencia. Por lo visto nadie temía ningún tipo de ataque o peligro.

Cuando llegó la hora de comer, el alférez Mark Knopfit se fue directo a buscar al capitán; en el puente de mando no estaba casi nunca, cuando le preguntaba al ordenador la respuesta era siempre la misma (“está dando una vuelta de inspección por la estación”) pero cuando había empezado a tener más confianza con el ordenador, éste le había confesado que en realidad no salía casi nunca de su camarote. Así que el comedor era el punto de referencia más seguro.

Así fue, como esperaba: el capitán, con sus dos ayudantes. Siempre juntos. Los tres mosqueteros. Pero, ahora se estaba fijando, sin armas.

-¡Capitán!- dijo, cuadrándose y haciendo el saludo militar. El capitán le miró de abajo a arriba y suspirando le preguntó -¿dónde cree que está en un circo? Baje esta mano, el saludo militar es ridículo.-

El alférez Mark Knopfit se quedó atónito. Le habían avisado que la formalidad en el “mundo real” militar no era tan estricta como en la academia, pero a todo hay un límite. Iría apuntando esa también, una más. Bajo el brazo, obediente.

-Creo que ha sido cometido un error en cuanto se refiere al armamento de la estación, señor- se atrevió a decir, tímidamente. La presencia de aquellos oficiales le oprimía.

-¿Error? ¿Sobra algo?-

-Yo diría que falta más bien, señor.-

-Imposible. En esta estación todo armamento sobra.-

-A eso me refiero. Hay muy poco armamiento por ser una estación avanzada de clase seis.-

El capitán le miró con aires de condescendencia, evidentemente le perdonaban su inexperiencia a la espera de entender si valía o no. -Aquí estamos en el margen más exterior de nuestra galaxia, en un brazo aislado dónde no hay apenas planetas habitados, a excepción de unos mundos agrícolas y un único mundo minero. Hace tres años terrestres que no llegan alienígenas, y los que han pasado por aquí han sido más educados que los terrícolas. Durante el último semestre han pasado por la estación un cargo agrícola averiado (averiado el cargo, no el cargamento) y tres cazadores de recompensas. Es decir, poca cosa y poco riesgo.-

-Y si…-

-Entonces ya veremos, alférez. ¿Quiere sentarse con nosotros? Estamos hablando mal del general Fitzbauer, ya sabe, el comandante de la IV Compañía. Ally tiene informaciones frescas provenientes de una de sus fuentes misteriosas.-

-O a lo mejor- intervino Allison -el alférez también tiene algún cotilleo interesante, a nosotros las informaciones llegan siempre con mucho retraso. Siempre podemos poner verdes a los tripulantes, pero ya nos aburre. A excepción de cuando hablamos pestes de Julio, claro.-

Los otros soltaron una carcajada. No es lo mismo, reír que reírse. ¿Reírse de los compañeros? De mal gusto, según Mark.

-Lo siento, eso de los cotilleos no ha sido nunca lo mío. En las asignaturas de Espionaje I y II saqué mis peores notas de todo el curso. Prefiero las armas. Si me disculpáis…-

Se fue del comedor. Sin comer, además; iría un poco más tarde, cuando la compañía fuera diferente. No conocía a los demás tripulantes tampoco, pero ese capitán y su entourage le daban alergia.

Además, quería enterarse de una cosa, posiblemente el ordenador le ayudaría.

¿Qué se hacía en la estación espacial? ¿Cuál era su función?

***

En la armería disponía de muchos ratos libres. Vamos, que prácticamente todos los ratos eran libres, así que se dedicó a estrechar las relaciones con el ordenador de la estación. No era gran cosa, quizás le hubiera gustado más cultivar relaciones humanas, pero viendo los elementos destacados de la estación no le pareció que se pudiera hacer mucho. La compañía de un clan de babuinos le parecía más atractiva.

-No entiendo a qué se dedica esta estación espacial- le dijo Mark a la consola.

-Yo tampoco- fue la sorprendente contestación. Pero no provenía de la consola, sino de Julio Corbera, que había aparecido a sus espaldas haciéndole sobresaltar.

-¿Qué haces? ¿Es que siempre tienes la costumbre de aparecer sigilosamente?-

-En realidad no he sido tan sigiloso; hasta estuve a punto de pedir permiso para entrar, pero la puerta estaba abierta y tú me parecías estar muy concentrado en tus cometidos.- Su sonrisa era tan grande como los soles de mil galaxias, y su buen humor llenaba la habitación siguiendo alguna misteriosa ley de efusividad. -Hace un par de años me destinaron aquí, pero todavía no lo he entendido. A veces he llegado a pensar que todos los tripulantes debemos de haber sido responsables de algún crimen horrible, a pesar de que no tengo memoria de ello. A lo mejor mi memoria ha sido condicionada para creer que no he cometido ningún crimen y que esta es una normal estación espacial; o bien, esta es en realidad una normal estación espacial y todo aquello que nos han vendido en la academia (honor, gloria, hasta criaturas extraterrestres) es simplemente un cuento. ¿Quién sabe?-

Mark había contenido la respiración mientras Julio hablaba. Algunas de las cosas que había dicho, él mismo las había considerado, descartándolas por absurdas. Ahora no le parecían ser tan imposibles.

-Bueno- siguió Julio sin inmutarse -te daré un consejo. No dejes que los jefes te afecten. Son personas muy negativas, que no construyen nada y que nunca nada construirán. Intenta ser tú mismo, y haz lo que tienes que hacer en cada momento.-

-Eso creo significa estar en paz con la propia conciencia- le rebatió el recién llegado. -Me suena. Y creo que tienes que pagar un precio muy caro por ello.-

Sonrió. En realidad no había dejado de sonreír, pero a Mark le pareció que le sonriera a él y en ese preciso instante.

-Sé a qué te refieres. No estoy muy bien considerado por parte del capitán y de sus acólitos, ¿verdad?-

-Verdad.-

-Deja que te haga una pregunta. Has conocido al capitán. Y a su primer oficial, Morgan. Y a Ally, la bruja que no hace más que contar maldades de los demás y acostarse con toda la tripulación de la estación. ¿Realmente crees que me importa lo que ellos piensan de mí?-

Era una pregunta retórica. No le importaba. -Te podrían tocar la moral…- aventuró Mark. -En mi opinión te están tratando injustamente.-

-Es posible. Pero, como no me importa, tampoco me afecta. Estoy aquí por algo y para algo. Es mi cometido, y es lo que voy a hacer.-

A Mark no dejaba de sorprenderle este hombre. Por su simplicidad, pero también y especialmente por su alegría. -Ven, quiero enseñarte algo.- Y se dispuso a salir de la armería.

-Pues, vendría, pero no me puedo mover de aquí. Es mi encargo.-

Julio suspiró. -Ordenador- dijo al aire -¿puede el alférez Mark Knopfit abandonar su puesto de trabajo durante unos minutos?-

-Ciertamente, señor Julio Corbera, no hay inconvenientes al respecto- le contestó el ordenador.

-¿Ves? Arreglado. Sígueme.-

Mark le siguió, tan gregario como un Volokoff, aquella especie de cánido de Cygnus IV que se mueve siempre en manada. Como manada eran algo ridículo, siendo sólo dos, pero era evidente que el macho alpha era Julio.

Llegaron a los jardines hidropónicos, un área de la estación que Mark no había visitado todavía. Las plantas presentes proveían la estación de los nutrientes necesarios y reciclaban la anhídrida carbónica generando precioso oxígeno. Cruzaron la zona de las balsas de agua y pronto se encontraron en una zona diferente. Las plantas habían desaparecido, y solo se podían apreciar unos pequeños campos, glabros, vacíos de vida, en los que la tierra era la única remembranza del planeta originario. Dura tierra, tierra desnuda, sin apariencia de vida.

-Aquí suelo venir yo. Hace dos años empecé, y todos los días paso un tiempo aquí.-

-No entiendo por qué- fue la contestación de un Mark siempre más descolocado. -Aquí no hay nada que ver. Solo tierra. Ni plantas, ni flores, ni árboles. Un holo sería más efectivo.-

Julio abrió un armario. Allá, apoyado en el suelo, yacía un saco de semillas. Se trataba de semillas variadas. Explicó Corbera. Plantas, flores, hortalizas, un poco de todo. Recogió un puñado, se acercó al área de tierra y lo echó a voleo. -Tú también puedes hacerlo, cuando quieras. Aquí tienes todo un saco, y en la bodega de la estación tienes aún más.-

-No creo que sea la estación adecuada.- La estación Porklewskyi reproducía fielmente las estaciones terrestres, y actualmente nos encontrábamos en otoño. -Aquí no va a crecer nada, es una pérdida de tiempo.-

-¡Hombre de poca fe! Claro que crecerá, lo que no sabemos es cuando, hay que perseverar.-

Típico, pensó Mark. El optimismo de Julio, su sonrisa natural, que provenía de su interior, su fe y confianza… Seguía pensando que no era nada útil lo que estaba haciendo, y que los resultados eran nulos.

Saludó y se fue de vuelta a la armería.

***

En las semanas siguientes la frecuentación entre Mark y Julio se hizo más estrecha.

Ciertamente, Julio era algo rarito, pero su compañía era mucho más agradecida que la de los demás integrantes de la estación. Además, Mark empezaba a sospechar que las dudas de Julio acerca de un posible lavado de cerebro con pérdida de memoria como punición por algún crimen cometido no fueran del todo infundadas.

A veces iban a los jardines juntos. Julio esparcía sus semillas, Mark simplemente disfrutaba viendo los jardines hidropónicos. Y también viendo la felicidad y la paz en el rostro del amigo.

Todo iba bien, hasta que llegó el día.

Mark se acercó a la puerta de su habitación para salir; ya era hora de ir a trabajar, la armería no podía esperar. Bueno, la armería sí podía esperar, pero él no tanto. Y la puerta no se abrió.

-Ordenador.-

-Dígame alférez Mark Knopfit.-

-La puerta de mi camarote, o habitación, o como la quieras llamar, no se abre.-

-Eso es cierto, alférez Mark Knopfit.-

-¿Por qué?-

Hubo silencio durante unos segundos. -Estoy esperando autorización para poderle contestar, alférez Mark Knopfit- dijo finalmente el ordenador. Y, unos interminables minutos después, prosiguió: -He recibido autorización a poner en su conocimiento algunos datos, alférez Mark Knopfit. Ha habido un asesinado.-

-¿Un qué?-

-Es sorprendente. Estoy de acuerdo. Pero es cierto. Todos los humanos presentes en la estación tienen que permanecer en sus aposentos.- Después de esta revelación, cayó un silencio tétrico.

Mark esperaba que no le hicieran responsable por ser el encargado de la armería. Mientras estaba pensando y se estaba preguntando quien podía ser la víctima, oyó un zumbido provenir de la puerta de su habitación. La voz del ordenador le dijo, suave como siempre: – Alférez Mark Knopfit, puede salir de su habitación; por favor, siga el recorrido rojo; le están esperando.-

Efectivamente, la puerta se abrió; en el suelo, unos leds rojos le indicaban el camino y él, lleno de curiosidad, empezó a caminar velozmente. En un momento dado se dio cuenta que los leds conducían hacia un pasillo estrecho. En él, unas personas que no había visto todavía; algunos estaban equipados con uniforme de combate y armas que no estaban contabilizadas en la armería; otros vestían una bata blanca y parecían médicos. Se acercó más, y vio al muerto. Era Julio.

En estado de shock se apartó del cadáver y de las personas que estaban allí cerca, y empezó a correr. Cuando salió del recorrido marcado en rojo le pareció escuchar una sirena de alarma, pero no le importaba ya mucho. Corrió y corrió, sin meta. Finalmente, como atraído por un misterioso imán, se encontró en el jardín hidropónico. Quiso sentarse, pero consideró más apropiado detenerse en la zona de tierra, que tanto le gustaba a su amigo.

¡Cual fue su sorpresa al llegar allí!

La zona de tierra se había convertido como por arte de magia en un jardín maravilloso. Mark se quedó mirándole, atónito.

El sueño de Julio se había hecho realidad. Un jardín hermoso. Y en pleno invierno, lo cual era inexplicable. Y Julio no lo había podido ver.

No fue necesario pensarlo mucho. Era evidente: alguien tenía que recoger el legado de Julio Corbera, y ese alguien no podía ser otro que el alférez Mark Knopfit.

Había todavía mucha tierra por sembrar. Cogió un puñado de semillas y empezó su labor.

***

Habían pasado un par de años desde los hechos. Ya nadie hablaba de ellos. La investigación oficial reveló que uno de los tripulantes, o como queramos llamar a los que vivían en la estación espacial Porklewskyi, había descubierto el jardín y, presa de una rabia incontenible, había buscado el responsable de tanta belleza y le había dado muerte.

Ordenador le había confesado un día a Mark que no se descartaba la posibilidad de que la orden hubiese llegado desde arriba, desde el mismo capitán quizás.

Pero Mark había superado todo ello, y seguía dedicándose a sus tareas. Repartía semillas, y sonrisas, y buen humor.

Ese día, un par de años después, como hemos dicho, Sandy Keevanagh había por fin conseguido acceder a su habitación.

-Ordenador.-

-Sí, señor Sandy Keevanagh.-

-¿Cuántas personas hay en la estación?- le preguntó sin reparo, directamente.

-Veinticuatro, señor- le contestó el ordenador de la estación. -Veinticuatro más Mark.-

Sandy se quedó perplejo. ¿Qué habrá querido decir? -Define Mark- dijo en voz bien alta, separando bien las palabras para que no hubiera malentendidos.

-Alférez Mark Knopfit, señor. La tripulación quiere que le cuente siempre por separado.-

Extraño, pensó. Muy extraño. Ya veremos.

Fin

Muchas gracias a Alexander por este relato, te deseo la mejor de las suertes 🙂

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Lobo7922

Creador de La Cueva del Lobo.

Desde muy joven me sentí fascinado por la Ciencia Ficción y la Fantasía en todas sus vertientes, bien sea en literatura, videojuegos, cómics, cine, etc. Por eso es que he dedicado este blog a la creación y promoción de esos dos géneros en todas sus formas.

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