Diamantes en las Sombras

El ganador del concurso del año pasado, Miguel Ángel López, nos envía otro excelente relato para participar en este nuevo concurso. Una historia que explora la evolución de las civilizaciones:

Diamantes en las sombras

Autor: Miguel Ángel López Muñoz (Magnus Dagon).
Tras un viaje de un millón de años, la nave llegó a su destino y procedió a devolver a la vida a sus dos ocupantes hibernadas. Ambas cayeron al suelo extenuadas, frágiles como si fueran de cristal, y así estuvieron durante un rato, desnudas y desvalidas en el suelo, hasta que sus ojos volvieron a observar y sus manos pudieron palpar el suelo de metal oxidado.
La primera en recuperarse del todo fue Aran, debido a su duro entrenamiento militar. Pensó por un momento en todo lo que había quedado atrás; su mundo, su familia, su vida. Pero sólo un momento. Luego se acercó a los vestuarios y se vistió con el traje reglamentario de a bordo.
Shecoin, sin embargo, tardó mucho más en hacerlo. Era su primer viaje a velocidad Roemer 100, y deseó con todas sus fuerzas que fuera el último. Vomitó en el suelo y estuvo sin moverse hasta que Aran la levantó y la ayudó a vestirse. Después de eso se sintió mejor, pero no demasiado.
—Se pasará —dijo Aran con calma, absorbiendo un preparado vitamínico y proteínico recomendado para despertares prolongados.
—¿Hemos llegado ya? —preguntó la otra mujer, aún temblando y tiritando.
—Así es. Aquí comienza nuestra misión.
—¿Dónde estamos?
—No estoy autorizada a revelártelo mientras no sea necesario.
—De modo que he hipotecado mi vida y todo lo que alguna vez he conocido para ir a un planeta perdido del que ni siquiera conozco el nombre.
—Ya sabías cuáles eran los riesgos del viaje.
—No, no lo sabía.
—Mala suerte, entonces —comentó Aran levantando los hombros con indiferencia.
Shecoin la miró y no pudo evitar esbozar una sonrisa irónica. Habían viajado juntas una cantidad cósmica de tiempo, pero si juntaba todas las conversaciones que había tenido con ella desde que la conocía no llegaban a los diez minutos. Apenas unas pocas palabras antes del despegue y en ese mismo momento, en una región que seguro estaba más lejos de lo que jamás pensó que llegaría a viajar.
Se movieron hacia la zona de los lectores y, a través de los cristales, vieron el planeta. Era bastante grande, y a simple vista se veía que estaba muy urbanizado, aunque no se parecía a ninguna de las colonias que habían visto antes. Aquello era a la vez moderno y primitivo, una tecnología extraña que no se sustentaba en el metal sino en la piedra, y que dotaba al conjunto de una fantasmal visión.
Una visión que no hacía más que preocupar a Shecoin.
—Este planeta parece en ruinas —comentó sin dejar de mirarlo.
Aran no dijo nada. Se acercó al panel de mandos y miró los resultados del análisis de la atmósfera.
—Según esto la superficie no es peligrosa, pero no nos arriesgaremos. Llevaremos las servoarmaduras.
Entraron en la cámara de equipo y los brazos mecánicos cubrieron todo su cuerpo pieza por pieza, con una parsimonia que a Shecoin le pareció eterna. Cuando hubieron acabado ajustaron los moduladores de voz y las hebillas antigravedad para reducir el peso del conjunto.
Shecoin se miró las manos y vio pequeñas aberturas al final de cada dedo.
—Es para lanzar andanadas de diez descargas pulsátiles —explicó Aran.
—Nunca he llevado armas en una servoarmadura.
—No es muy distinto de llevar una normal, con la única salvedad de que es mejor no rascarte por mucho que te pique si no quieres volarte medio cuerpo por accidente.
Para cuando salieron de la cámara la nave ya estaba a punto de aterrizar. Nada más atravesar las nubes bajas comprobaron que llovía en abundancia, de modo que apenas podían ver nada del exterior. Aran hizo una señal a Shecoin para que la mirara y señaló a un dispositivo disimulado en el pecho. Ambas lo accionaron y un escudo las cubrió por completo, una fina y apenas visible capa cinética de micras de espesor.
Con la suavidad propia de un vehículo espacial capaz de viajar a lo largo de miles de parsecs sin necesidad de paradas ocasionales, la nave se detuvo y tras solicitar confirmación manual abrió su compuerta principal. Aran fue la primera en salir, las gotas de agua cayendo sobre su escudo y evaporándose al momento. Miró en todas direcciones apuntando con las yemas de los dedos, pero no encontró más que la vegetación autóctona de la zona. Esperó un poco más hasta tener la certeza de que la zona era segura y acto seguido bajó su escudo. Shecoin la imitó y salió también al exterior, cerrándose la compuerta de la nave nada más pisó el suelo blanduzco.
—Parece que no nos dan la bienvenida —comentó Aran. Shecoin la miraba como si fuera una máquina con voz programada, pero no tardó en darse cuenta de que era probable que ella ofreciera esa misma impresión a su compañera.
—¿Debemos esperar ser atacados?
—No, o por lo menos no cuando partimos. Ha pasado tanto tiempo que quién sabe lo que nos encontraremos. Ahora es tu turno. Avanzaremos entre esta maleza alienígena y si nos encontramos con alguien hablarás en los términos estándares universales.
—¿Serán capaces de reconocerlos aquí?
—¿Por qué crees que eres necesaria entonces? Tú te encargas de la parte diplomática, yo de la científica.
—Tendría gracia que no hubiera nadie y mi tarea fuera en vano.
—No, no la tendría. Porque si no encontramos a nadie tengo órdenes de matarte y dejar tu cadáver aquí.
Shecoin la miró fijamente, pero no pudo ver más que un rostro frío y de metal.
Aran se rió, y la voz sonó aterradora a través del modulador de voz.
—Es broma. Bienvenida al ejército, novata —dijo mientras avanzaba y disparaba para abrirse paso.
Poco a poco, a medida que se adentraban en terreno desconocido, la ciudad gigantesca que habían vislumbrado desde el espacio comenzaba a dejarse mostrar. Era un mundo pétreo y oblicuo, lleno de aristas puntiagudas y cuevas que hacían las veces de pasadizos por los que avanzar. El suelo estaba agrietado y algunas de las enormes estructuras se habían derrumbado. No había manera de identificar elementos básicos como viviendas o calles, si es que tales cosas tenían entidad separada. La impresión global era de una belleza descuidada y desoladora, rezumando agua mientras era castigada por violentos rayos de tormenta.
Tras varias horas de camino se vieron obligadas a abrir los conductos de ventilación de sus servoarmaduras y respirar el aire local. Era un aire cargado de ozono pero respirable. Shecoin sospechó que después de aquello le dolería la cabeza un tiempo. Sin embargo empezó a sentirse muy mareada. El ajuste de peso del traje hacía que también sus órganos internos manifestaran cierta ingravidez, y no estaba muy acostumbrada a dicha sensación.
—¿Falta mucho? —preguntó apoyándose contra una columna que se retorcía sobre sí misma en un extraño nudo.
—No para llegar a la entrada oficial del laboratorio. Sin embargo algo va mal. Se supone que deberían habernos recibido.
—¿Recibido? Esto son unas ruinas. No son más que unas malditas ruinas. Muy bonitas, sí, pero unas malditas ruinas —dijo Shecoin irritada, tomando aliento.
—Esperemos que no sean más que eso.
—¿Podríamos… parar un momento?
—Como quieras, pequeña atleta plusmarquista.
—¿Mientras tanto… podrías contarme qué hacemos aquí?
—No estoy autorizada para…
—No me vengas otra vez con eso, ¿vale? Estamos a dios sabe cuánta distancia del lugar más cercano con presencia humana. Para cuando regresemos, si lo hacemos, todos tus superiores estarán muertos, al igual que las cien generaciones posteriores.
Aran la miró con calma sin añadir nada. Shecoin estaba segura de que detrás del visor de la servoarmadura se estaba riendo.
—Muy bien, como quieras. Por increíble que te parezca, además de soldado soy científica, y aunque mi formación no es la mejor es suficiente para comprender aquello que me mostraron en su momento acerca de la enfermedad.
—¿Enfermedad?
—Una enfermedad que aún no existe pero en términos genoestadísticos no tardaría en establecerse en nuestra raza. Sus efectos no vienen al caso, pero son tan devastadores que acabarían con la presencia humana en el universo en no mucho tiempo. Por eso estamos aquí, porque esta civilización era bien conocida por los altos mandos militares debido a su altísimo nivel intelectual. Queremos, necesitamos su ayuda.
—¿Estás diciendo que hemos venido aquí para buscar la cura de una enfermedad que aún no existe?
—No al menos cuando nos marchamos, pero tal vez lo esté haciendo ahora. En ese caso respira hondo y siéntete bien contigo misma, porque puede que seas, junto a mí, la última representante de la raza humana. ¿Estás familiarizada con la genoestadística?
—No.
—Poco tiempo, en términos genoestadísticos, son muchos, muchísimos años de los nuestros. Los cálculos indicaban que aún estábamos a tiempo, pero no disponíamos de demasiado. Existe, por tanto, una probabilidad de que no haya más humanos en el universo en estos momentos. No te ofendas, pero solicité como acompañante a Stern, uno de mis compañeros de batallón. Era buen tirador y además físicamente estaba bastante bien. Tenía la esperanza de que después de soltar todo este rollo le convenciera de echar un polvo con la excusa de no dejar extinguir la raza.
—Ya, pues ahora de ese tal Stern no deben quedar ni los huesos de su tumba.
Aran calló, estuvo quieta un rato y después se giró, prosiguiendo el avance. Esa vez Shecoin no tuvo ni idea de qué rostro se escondía bajo la armadura. Se quedó quieta un momento, aún jadeante por el esfuerzo.
—Vamos, soldado, que no estamos de picnic —escuchó cuando ya la había perdido de vista.
Shecoin activó los inyectores y se plantó junto a Aran en un momento.
—Si hubieras hecho algo así en el batallón te hubieran degradado al momento por desperdiciar la energía del traje de ese modo —puntualizó Aran sin siquiera girarse.
—¿Cómo se llama la raza? —preguntó Shecoin sin hacerla caso. Empezó a darse cuenta de que en aquel planeta en apariencia abandonado las normas de la sociedad valían poco menos que nada, y lo único importante era ellas dos y los acuerdos verbales a los que pudieran llegar.
—No tengo ni idea. Esa información era clasificada incluso para mí. Entre otras cosas porque no nos era necesaria, pues para cuando hubiera llegado el momento de contactar con ellos ni siquiera tendrían el mismo nombre.
—¿Y si tampoco hubieran reconocido los estándares universales?
—Tengo entendido que eres una experta en analizar idiomas de otras especies racionales.
—Más que analizar, se trata de…
—Otro de los motivos por los que estás aquí —dijo Aran interrumpiéndola a mitad de frase.
Se adentraron entre cuevas oscuras y tuvieron que encender sus linternas. Un escáner de profundidad reveló a Aran la existencia de débiles campos electromagnéticos más adelante. En un principio trataron de llegar a través de una maraña de pasillos laberínticos, pero Aran no tardó en impacientarse y construyó un camino en línea recta a base de puñetazos.
—Un método muy científico —comentó Shecoin atravesando el último agujero, practicado en un muro oblicuo de gran espesor.
Frente a ellas había un aparato que jamás hubieran identificado como tal de no ser por la lectura de los trajes. Aran se acercó y lo examinó, y Shecoin vio por primera vez en acción a la científica que decía ser.
—No parece deteriorado —notificó en lo que trataba de buscar paneles o aberturas—. Esta gente hacía las cosas para que duraran, aunque es una suerte que el agua apenas se haya filtrado.
—¿Qué se supone que es eso?
—Es un generador de energía auxiliar.
—¿Eso lo acabas de deducir ahora mismo?
—No. Me hicieron memorizar su forma y función. La misión contemplaba el hecho de que se negaran a ayudarnos, por lo que destruir uno de éstos en dicho caso entraba en las directrices.
—Veo que los militares sois gente con muchos escrúpulos.
—Supervivencia, Shecoin. O ellos o nosotros. De todos modos deberías alegrarte. Si esto aún está aquí quiere decir que no estamos andando por el escenario de un campo de batalla.
—Discúlpame si no muestro mi…
De repente los sensores de sus servoarmaduras detectaron movimiento lejano. Aran hizo un gesto para que callara y centró el escáner en el origen del movimiento. Al instante vio una silueta cuadrúpeda de movimientos esforzados. Desconectó el escáner y se relajó.
—Sólo es un animal, pero parecía muy grande —aclaró.
—Tal vez sea peligroso.
—No lo creo. Aunque es muy posible que con la caída de la civilización varias clases de animales grandes se hayan desperdigado por la ciudad, los informes de situación indican que este planeta siempre ha carecido de depredadores en su ecosistema.
—Pero eso podría haber cambiado, ¿no?
—Sí, pero no es probable. Si ha habido un cambio drástico en las especies de este planeta ha sido después de la desaparición de esta cultura, y ni siquiera sus ruinas se han desintegrado aún. No es suficiente tiempo para que se produzca un cambio de tal magnitud.
—Tal vez tardan más en desaparecer que las de nuestras colonias.
—En su momento se midió la constante de asimilación de este planeta y se constató que no era mucho mayor que la de otros planetas conocidos. La constante de asimilación de un planeta, como supongo que ignoras, es el tiempo que dicho planeta tardaría en borrar toda huella presencial de una civilización de grado A suponiendo que todos sus individuos desaparecieran de una sola vez.
—Pero tal vez esta civilización es de un grado mayor que A.
—Pues en ese caso nos darían un jodido premio por haber encontrado algo que no se cree que exista. ¿Siempre eres así de optimista o sólo desde hace cinco minutos? Son animales urbanos y punto, ¿vale? No digo que los ignoremos, pero tampoco vamos a jugar al tiro al blanco con ellos.
Aran se volvió malhumorada y se centró en la tarea de restablecer la corriente del generador al menos para unas pocas horas. Sacrificando parte de la energía de su propio traje consiguió, en efecto, que la luz volviera a aquellos pasillos largamente olvidados. Era una luz caleidoscópica, que rebotaba y brillaba en todas direcciones como si tuviera vida propia.
—Ahora debemos ir al laboratorio y conseguir los datos acumulados —comentó—. Ya los analizarán a nuestro regreso.
—Puedo intentar traducirlos en el viaje de vuelta —sugirió Shecoin.
—Su tecnología es incompatible con la nuestra, de modo que no podrás sin los instrumentos adecuados. Me temo que has hecho el viaje en vano. Eh, pero consuélate. Al menos no me ordenaron matarte.
—Sí, ya me siento mucho mejor —dijo Shecoin molesta, avanzando en esa ocasión en primer lugar.
Salieron por el mismo túnel improvisado que habían creado, pero cuando estaban a punto de alcanzar la salida encontraron a una criatura frente a ellos. Aran la reconoció como la misma que había visto con el escáner, o al menos de la misma especie, y se preparó para apuntarla con los dedos. Shecoin, sin embargo, no reaccionó. Había en aquella criatura algo que la inquietaba. No porque pareciera amenazadora ni violenta, ni porque tuviera un aspecto extraño o monstruoso. Hacía ya tiempo que se había acostumbrado a la visión de cualquier forma de vida, por extraña que pudiera resultar en un principio. Era algo relativo a la forma en que les miraba. No lo hacía como un animal vegetariano ni como un depredador. Había curiosidad, pero una curiosidad que parecía ir más allá del simple instinto.
El animal se levantó sobre sus patas traseras y las miró otra vez, como si lo hiciera desde un nuevo punto de vista. Acto seguido se encorvó otra vez y se fue tranquilamente, perdiéndose entre las sombras. Aran bajó la mano.
—¿Te hablaron de estas criaturas? —preguntó Shecoin.
—No, no lo hicieron. Aunque…
—¿Qué? ¿Qué es lo que ocurre?
—En términos morfológicos se parece mucho a los habitantes de este mundo ruinoso. Mismo tamaño, mismos rasgos distintivos.
—¿Crees que son ellos?
—No tiene por qué. También hay diferencias: ese animal poseía más escamas y, que yo sepa, nuestra raza todopoderosa nunca fue vista a cuatro patas. Tal vez estemos ante una versión de la fauna local con la que tienen muchos genes en común, como nosotros con los primates.
—Debemos seguirlo —dijo Shecoin sin dudarlo, aunque no sabía los motivos por los que estaba tan segura.
—Ni hablar, no tenemos todo el tiempo del mundo. El generador puede…
—Escucha, no he hecho nada útil desde que he llegado aquí. Ahora te digo que aquí pasa algo raro que debemos averiguar. Creo que eso era más que un simple animal, ¿no lo crees?
—No lo sé. De todos modos, ¿qué más da si fuera así? Mientras no sea peligroso…
—Había algo… algo en su mirada. ¿No tienes curiosidad científica?
—Muy bien, detective, lo seguiremos —dijo Aran analizando la zona de nuevo con el escáner—. Pero si no encontramos nada sospechoso, volvemos al plan establecido antes de que la energía se agote. El generador acumuló potencial durante muchísimo tiempo, pero ignoro cuánto nos otorga eso a nosotros.
Al poco de localizar a la criatura y seguirla, encontraron muchas más como ella por los alrededores. Aran pensó que aquello tomaba un cariz preocupante, aunque no lo admitió en voz alta.
—Pasemos al modo camuflaje —ordenó.
Al momento las dos mujeres no fueron más que un borrón gris junto a la piedra, y bajo la protección invisible de los trajes siguieron el avance por pasillos más oscuros que los que dejaban atrás. Shecoin se dispuso a activar la linterna, pero Aran la detuvo. Novatos, pensó.
Avanzando a tientas y sólo guiándose por la presencia de aquellos seres, llegaron a una sala muy parecida a la que habían dejado atrás, sólo que mucho más grande. Aquel lugar estaba lleno de dichas criaturas, lo que las inquietó, pero tras buscar un hueco resguardado donde pasar inadvertidas comprobaron que parecían pacíficos, por lo que se limitaron a observar sus movimientos. En el centro de la sala había un generador similar al que acababan de usar, y tras recordar los datos que había tenido que aprender de memoria, Aran comprobó que en efecto debía ser así. Dos criaturas estaban junto a él, pero la oscuridad impedía ver con claridad qué era lo que estaban haciendo. Sin embargo algo alarmó a Aran y Shecoin: una de ellas estaba exactamente en el mismo sitio donde Aran había estado examinando el anterior generador.
Miraron a su alrededor, a los otros especimenes, y comprobaron que también estaban atareados en otras máquinas, aparatos que ellas hubieran pasado por alto al no reconocer como tales. La impresión general era la de unos mecánicos realizando un trabajo que, si bien en su momento debieron conocer a la perfección, hacía tiempo que no llevaban a cabo.
Desactivaron el camuflaje y nada más hacerlo todas las criaturas las miraron y salieron corriendo por las salidas opuestas, como una manada de gatos callejeros. Las dos viajeras se quedaron quietas, sin hablar, durante bastante rato. Al fin fue Shecoin la que rompió el silencio.
—¿Estarán haciendo todo esto por nosotras? —dijo en la oscuridad.
—No parece que ellos necesiten demasiada luz para ver —apuntó Aran pensativa—. Creo que te debo una disculpa, pues tal vez sí nos den ese premio que decía antes.
—¿Por qué dices eso? Estas criaturas, aunque muestran rasgos de estar desarrollando inteligencia, están muy lejos de ser una civilización de grado A.
—Creo que lo que estamos viendo va más allá de los grados de inteligencia. Tengo una teoría. ¿Tienes interés en escucharla?
—¿Entenderé algo?
—Sí, creo que sí. Estas criaturas no son animales, ni han surgido al desaparecer los habitantes de este planeta. En mi opinión estas criaturas son los habitantes del planeta.
—Eso es absurdo. ¿Por qué iban a decaer de ese modo?
—¿Decaer? ¿Por qué dices que han decaído?
—Tú misma dijiste que eran intelectualmente superiores a nosotros.
—Tal vez por eso son así ahora. Esta raza, según nuestros informes, era lo más parecido existente a la sociedad perfecta. Apenas pudimos establecer contacto con ellos, pero no parecían tener problemas, ni inquietudes, ni barreras científicas. Habían llevado todos los aspectos del conocimiento a la máxima expresión del mismo, o por lo menos daban esa impresión.
—¿Dices que todas las dudas científicas estaban resueltas, que todas las cuestiones filosóficas eran innecesarias para ellos?
—Algo así. O por lo menos, en un grado suficiente como para que la mente ya no resultase necesaria para ellos.
—¿Y luego, según tú, qué?
—Simple evolución. El cerebro deja de ser usado; se atrofia, desaparece como órgano central. No hay necesidad de luchar por la supervivencia, no hay necesidad de pensar. Las acciones se vuelven mecánicas, como esto que hemos visto —dijo señalando al generador y a los múltiples y variados instrumentos con ambas manos.
—No me lo creo. Es horrible. Hablas de una sociedad muerta, fracasada, donde las nuevas generaciones no pudieron aportar nada.
—O no creyeron poder hacerlo. Tal vez perdieron la esperanza, entendida como algo que los obliga a cambiar. Eran felices, sí, pero también es necesaria la desdicha para avanzar como seres racionales.
—Sigo sin poder creerlo. La inteligencia no desaparece ni disminuye porque siempre supone un avance.
—No si frena el desarrollo del individuo. El excesivo intelecto tal vez trajo consigo dudas, incertidumbres, suicidios en masa. Se volvió la opción débil de la evolución, y por eso dejaron de pensar, fueron idiotizándose progresivamente hasta sepultar la mente a los niveles más bajos del instinto. Tal vez estemos presentes ante una ruta alternativa del darwinismo. En todo caso, creo que debemos irnos. Estas criaturas estarán aquí por más tiempo, pero la energía auxiliar no. Es un descubrimiento fascinante, pero tenemos prioridades.
—Un descubrimiento que no comparto. Sólo estás elucubrando —añadió Shecoin.
—¿Qué sería de la ciencia sin las elucubraciones? —respondió Aran para sí misma.
Regresaron de nuevo a la sección operativa y emprendieron de nuevo la búsqueda. Gracias al escaso pero fructífero tiempo que pasaron observando aquellos seres pudieron identificar lo que luego resultaron ser antiguas puertas, pasarelas sobre abismos subterráneos y complejos mapas que, aunque no sabían interpretar, resultaban al menos útiles para hacerse una idea del tamaño de la zona en la que estaban.
Tras muchas horas de avance encontraron al fin la puerta del laboratorio. Así lo supo Aran nada más verla, recordando los informes que había memorizado. Parecía una puerta oblicua como las anteriores, pero había junto a ella una configuración rocosa de colores apagados.
—Creo que estamos ante un obstáculo más serio —dijo Aran pensativa.
—¿Por qué no la echas abajo?
—Porque si lo que buscamos está tras esa puerta podría destruirlo en el intento.
—¿Y bien? ¿Qué hacemos ahora?
—Está claro que eso —señaló al mosaico— es una especie de cerradura, o tal vez un panel para introducir combinaciones.
—No sé cuál de las dos opciones me resulta menos atrayente, la idea de buscar una llave cuya forma no conocemos o la de probar al azar…
—Combinaciones de cientos de dígitos, una cantidad imposible de verificar por fuerza bruta incluso suponiendo que cada una de estas cosas, de ser teclas, admita sólo dos posiciones —aclaró Aran señalando el número de piedrecitas que formaban la figura.
—¿Y si compruebas si existe otra entrada con el escáner de profundidad?
—Ya lo he hecho. No la hay, sólo metros y metros de roca, por lo que estamos ante la misma situación. La sala es, de hecho, bastante pequeña, con lo que la probabilidad de romper algo es grande.
—Pues habrá que arriesgarse, por posible que sea.
—No lo haremos de momento.
—¿Y entonces qué hacemos?
—Lo único que se me ocurre en estas circunstancias: sentarnos y pensar.
Así hicieron, y estuvieron reflexionando cómo entrar durante varias horas, sin dirigirse la palabra más que para sugerir ideas que eran pronto desechadas, hasta que la luz comenzó a brillar con menos intensidad y a rebotar de manera más débil.
—Se acabó —dijo Aran apuntando a la puerta—. No podemos arriesgarnos más.
Una fina capa de humo asomó de la yema de sus dedos, pero justo antes de que disparara, Shecoin desvió su brazo y la andanada quíntuple impactó en el rugoso techo inclinado.
Justo después la luz se desvaneció.
—Gran idea, recluta patoso —dijo furiosa Aran—. Ahora nuestras probabilidades descienden hasta ser casi cero.
—Tú misma lo has dicho, destruirías la mayor parte del contenido de la habitación. Tenemos todo el tiempo del mundo para intentar entrar, ¿qué son meses en comparación con el tiempo que hemos tardado en hacer el viaje?
—Nuestra nave no tiene apenas suministro ni para unos días, de modo que olvídalo. Lo que podamos hacer lo tenemos que hacer ahora.
De repente, como si todo hubiera sido un corte de luz accidental, la energía regresó al pasillo. Las dos mujeres se miraron como si la otra hubiera sido la responsable de lo sucedido.
—¿Qué demonios…? —masculló Aran.
—¿Qué habrá pasado? —dijo Shecoin a su vez—. ¿Habrán sido ellos?
—No lo sé, pero no es cuestión de desaprovechar la oportunidad —mencionó Aran apuntando a la puerta de nuevo—. Nos lo jugaremos a una carta, entonces.
Pero antes de que disparara, los sensores de ambas notaron movimiento en las proximidades. Aran se detuvo y examinó la zona, pero para cuando ya había detectado a uno de aquellos seres éste ya estaba en su campo de visión y se acercaba hacia la puerta, ignorándolas como si fueran un par de adornos. Se incorporó junto al conglomerado de botones e introdujo una secuencia. La puerta se abrió sin hacer ni un solo ruido y la criatura se volvió para mirarlas.
—Jrk —gorgoteó, y salió corriendo, perdiéndose en la oscuridad.
Las mujeres estaban igual de sorprendidas que la primera vez, pero no por eso permanecieron quietas. Entraron corriendo en el laboratorio, temiendo que la puerta se cerrara, y una vez allí se permitieron el lujo de quedarse catatónicas por unos instantes.
Después de eso, fue Aran de nuevo la que habló.
—¿Me crees ahora? ¿Crees lo que digo?
Shecoin no dijo nada. Se quedó callada.
—¿Qué es lo que ocurre?
Pero Shecoin siguió sin responder. Aran se acercó a ella, la cogió entre los hombros y la zarandeó, como tuvo que hacer tantas veces a compañeros que acababan de ver los horrores de la guerra, y como tuvieron que hacer también con ella misma en muchas otras ocasiones.
—Ha hablado… se limitó a decir.
—¿Hablar?
—Ha dicho adiós. Era una forma vaga y primitiva de decirlo, pero reconozco los estándares internacionales. Sabe hablar. Es racional.
—No, Shecoin. No es racional, lo fue. Es sólo un rescoldo del pasado, una época en la que las cosas tuvieron nombre pero ahora no.
—¿Por qué estás tan segura?
—Admito que una criatura pueda evolucionar en tan poco tiempo para ser inteligente. Admito que pueda aprender a usar máquinas de otra cultura, incluso aunque ésta desapareciera y tuvieran que aprender a hacerlo por su cuenta. Admito que pueda incluso saber una combinación única por un método exhaustivo de prueba y error, aunque existan más combinaciones a comprobar que átomos en el universo. Pero si de verdad es un animal que está desarrollando intelecto, la probabilidad de que aprendiera una palabra de un idioma ya existente y además la supiera usar en el momento apropiado es tan irrisoria que me niego a considerarla. La inteligencia —sentenció— no tiene por qué ser el fin último de la evolución.
Ninguna de las dos dijo nada. La duda quedó en el aire, flotando, y así estuvo mientras extrajeron todos los archivos de datos, tan extraños y alejados de su percepción habitual como toda la tecnología que habían encontrado en su camino.
En el camino de vuelta a la superficie no encontraron ni una sola de aquellas criaturas, ni siquiera después de un exhaustivo análisis de los pasillos colindantes. Se sentían extrañas, confusas. Regresaban con una serie de datos que tal vez ayudarían a salvar a los suyos de una futura epidemia, y al mismo tiempo habían visto cómo una cultura mucho más avanzada y preparada había caído de nuevo en las garras de la naturaleza.
Justo antes de entrar en la nave para marcharse y no regresar jamás, Shecoin se quedó un momento mirando al horizonte. Gracias a los sentidos ampliados de su traje, pudo distinguir, entre la lluvia torrencial, las siluetas de varios de aquellos seres.
—¿Ocurre algo? —preguntó Aran, alertada por la actitud vigilante de su compañera.
—¿Alguna vez has estado en la Tierra?
—No, nunca. ¿Por qué?
—Hay allí unas gemas llamadas diamantes que son muy espejadas y duras. Pude verlas en una de las minas subterráneas más cercanas al núcleo planetario. Brillan con mucho esplendor, pero para que lo hagan necesitan que les dé la luz. En las sombras pierden gran parte de su belleza, y aunque es posible tocarlas y apreciar que estás ante algo único, no es lo mismo que verlas.
—¿A qué viene eso ahora?
—Creo que esta especie vive como diamantes en las sombras. Está aquí y apreciamos su grandeza, pero no es lo mismo que cuando estaba iluminada por el conocimiento.
Aran ajustó sus sensores, miró en la misma dirección que su compañera y dedicó un último vistazo a los miembros de una cultura que tal vez había salvado la suya propia.
—Diamantes en las sombras —masculló en voz baja, el modulador dando un tono lúgubre a su voz. Acto seguido entró en la nave. Shecoin tardó un poco más, pero al fin entró a su vez. La compuerta se cerró y dejaron atrás aquel mundo lluvioso y tan alejado de su hogar.

Fin

Muchas gracias nuevamente a Magnus por este relato.
Año a año la competencia se va poniendo mas reñida, ¿qué otras fantásticas historias nos esperarán en este concurso?


El Nuevo Libro de Miguel Angel ya está a la venta, El Espejo de Ares.

En un futuro que no es muy distinto de nuestro presente, el Consejo de Gobiernos dirige con mano de hierro el destino de la Humanidad. Son despectivamente conocidos por la opinión pública como Los Once: los mejores científicos del mundo, cada uno en su disciplina, con diversas y peligrosas ambiciones, tanto políticas como de afán experimentador. Su círculo interno no está exento de envidias, dudas, deserciones e incluso traiciones, y por si eso fuera poco, el resto de sus contemporáneos no piensa dejarles hacer su voluntad quedándose de brazos cruzados. Poco a poco se desarrolla una rebelión que acabará provocando la más imprevisible de las guerras, una que sellará el destino de nuestra especie de manera irremediable, y veremos las primeras consecuencias, los primeros indicios de una terrible y longeva decadencia.

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Lobo7922

Creador de La Cueva del Lobo.

Desde muy joven me sentí fascinado por la Ciencia Ficción y la Fantasía en todas sus vertientes, bien sea en literatura, videojuegos, cómics, cine, etc. Por eso es que he dedicado este blog a la creación y promoción de esos dos géneros en todas sus formas.

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