La Coda (Del ocaso al alba)

Estamos apenas en el segundo día del Concurso y ya tenemos nuestro tercer relato, al parecer estaremos concurridos este año.

Se trata de una historia magnífica del escritor Angel Luis Sucasas Fernández, también conocido como Melmoth, quien nos narra el destino de la humanidad en un lejano futuro:

shiva_by_detsurasu-d4rpxiz Imagen: Shiva por Detsurasu

 

La coda (Del ocaso al alba)

Autor: Angel Luis Sucasas Fernandez (Melmoth).

1. De lo que aconteció en la gran nave imperial “Última aurora”, hace largo tiempo…

I

Había tanta calma en el espacio. Tanta quietud…

Ardam apartó su mirada del amplio ventanal. Sí, el espacio era sereno, silencioso, equilibrado. Ellos… Ellos no.

Consultó su reloj. Apenas faltaban dos horas para el interrogatorio. Dos horas de protocolo con un embajador que ya se sabía condenado. Dos horas para confirmar, protocolariamente, otro holocausto. La raza humana volvía a delinquir. Y otra especie pagaría con su sangre sus pecados.

Pulsó dos botones sobre la brillante consola y un holograma titiló levemente antes de consolidarse sobre la larga mesa de estudio. Así lucía. Agostada. Su antaño azul profundo, veteado de blanco, verde y marrón, ahora un erial frío y grisáceo, cuarteado y tachonado de cráteres. Una hermana menos voluminosa pero igualmente muerta giraba en órbita a su alrededor.

Cuántas muertes. Cuánta belleza perdida. Un hogar muerto. Y otro hogar… Otro hogar robado.

Pulsó nuevamente la consola y la imagen cambió. Un nuevo astro. Magenta y turquesa. Anillos de polvo dorado, cobrizo, plateado ciñendo su cintura. Dos soles gemelos, uno frío y otro cálido, iluminando su contorno con un reverbero de fuego y hielo. Hermoso. Imposiblemente hermoso.

«¿Acabaremos también con él —se preguntaba Ardam, día tras día, segundo tras segundo—, lo agostaremos hasta que sólo quede una cáscara vacía flotando en el espacio?».

Ardam enfocó su satélite particular y amplió un sector concreto, situado al nordeste, cerca del polo ártico, donde los magentas y violetas de la atmósfera degradaban en un hermoso turquesa. El satélite ajustó sus receptores, cargó la imagen, la digitalizó y desdobló estereoscópicamente, y la proyectó en la suntuosa alcoba del Sumo Inquisidor. Un hermoso palacio, esférico y flotante, de lo que aparentaba ser cristal refulgía, con visos de múltiples colores, sobre la blanca estepa. En el cielo, extraños seres, entre mantas y anémonas de brillantes violeta e índigo, sobrevolaban el cielo. Ardam amplió aún más la imagen, enfocando una de las abigarradas terrazas convexas del palacio. Allí estaba uno de ellos. De los otros. De los condenados.

«Y es tan hermoso —caviló Ardam— tan hermoso».

Un fuerte pitido quebró su ensoñación. Nítida y seca, la voz del coronel Gayro Cashern resonó en la estancia.

—Eminencia, su presencia se requiere en la Sala de Juicio.

—¿En qué estado está el embajador? —preguntó Ardam.

Un ruido sofocado. Una risa, tal vez.

—Pues… vivo, señor.

Ardam cerró los ojos.

—Bien, aíslenlo en una celda y espérenme. Quiero hablar con él antes del juicio.

—Pero…

—Pero, nada, coronel. Obedezca. El Sol ordena.

—El Hombre obedece —recitó, a regañadientes, el coronel Cashern.

La voz del militar se extinguió. Ardam se quedó unos instantes en silencio, contemplando la bella araña de cristal que se aposentaba sobre la terraza. Su rostro, semejante al de un maniquí femenino, estaba vuelto hacia él, como si estuviera contemplándolo a través del cielo, a través del frío espacio, a través del escudo tántrico de la Última Aurora, a través de los mamparos y revestimientos y a través de su propia imagen holográfica que flotaba en el cuarto, proyectando sobre el rostro de Ardam una trama de luces y sombras. Lo miraba, lo miraba directamente a los ojos.

Un escalofrío sacudió al Sumo Inquisidor.

II

—Dejadnos. Quiero hablarle a solas.

Pero, señor…

Una mirada bastó. Una mirada y el Coronel Casshern entrechocó sus talones, cruzó una mano sobre el pecho e inclinó levemente la cabeza. Aunque en sus ojos, Ardam era muy consciente de ello, no había el menor calor. Ni afecto. Pero si el Sol ordena…

La compuerta se cerró con un chasquido, trabándose el cierre hidráulico. A solas ya, Ardam se permitió volverse hacia la encogida figura del embajador, que yacía, retorciéndose, en una esquina de la estrecha celda. Un estremecimiento recorrió al Sumo Inquisidor cuando contempló el romo muñón en que remataba uno de sus cristalinos brazos.

Lo… Lo siento —su voz era seca, rasposa. Tragó saliva—. Siento lo acontecido. Podéis levantaros.

El embajador hizo un patético intento. Cayó el suelo, sus miembros vítreos alterando su forma, menguando y ensanchándose, brotando nuevos y sensitivos zarcillos que transmitían más rápidos que el pensamiento un dolor indecible. Y aún así, ni un grito, ni una súplica.

Ardam se arrodilló frente al ser y lo ayudó a recostarse contra el mamparo.

—No debisteis asumir nuestra forma —susurró el pontífice de la Sagrada Llama—. Sabéis cuánto odian los míos veros así.

La cabeza del ser, una perfecta imitación, en el vítreo material que componía sus cuerpos y moradas, de un rostro humano alzó su mentón. Ardam se encontró escrutando su rostro, doblado y deforme, sobre los bellos y perfectos rasgos del alienígena. El ser le sonrió.

—Vuestras formas son bellas —dijo con voz cantarina, armoniosa, imposiblemente melódica en sus inflexiones. Una voz, pensó Ardam, que jamás podría ser humana—. Como lo son todas las formas de la armonía. Os honramos vistiéndolas.

Ardam desvió la mirada. Cabizbajo, se despojó de su pesada tiara, dos manos de oro aferrando un sol de rubí, y la posó sobre el frío y metálico pavimento. Una mano nudosa y manchada, una mano que la artritis ya había empezado a doblar, recorrió la sudorosa calva en un gesto esos días mil veces repetido, un gesto que había acabado por pulir ese cráneo y agostar sus blancos cabellos.

—El juicio será hoy —musitó, ronco—. He intentado retrasarlo, pero… Imposible. Será hoy.

La criatura no replicó, permaneció inmóvil, tan apática como si Ardam, en vez de confirmar la próxima sentencia que extinguiría su raza, hubiera hablado de cuán buen guiso de hipomorsa había yantado ayer. Su beatífica sonrisa tampoco abandonó sus labios.

—A veces… —dejó la frase en suspenso—. No lo sé. Simplemente, no os comprendo.

—Todo sucedió una vez ya —replicó la criatura—. Y mil también. Soles que nacen. Soles que mueren. Ocasos y amaneceres. Pero nunca sólo luz o sólo oscuridad. Los tuyos no lo han comprendido. Y nunca lo comprenderán.

En silencio, hombre y ente se sumieron en sus secretos pensamientos. Ardam, encerrado en un dédalo sin salida, perdido entre corredores que doblaban en corredores, intentaba encontrar una última esperanza, la chispa que prendiera la llama y evitara los sacros fuegos de la purificación. El ente, muy al contrario, no desesperaba en imposibles acertijos. Simplemente aguardaba, y contemplaba, no sin amor, a aquel miembro de una raza que, si algo no sabía, era esperar.

Al fin, Ardam quebró la quietud. Sus dedos juntaron las yemas en agudo arco sobre los labios. Sus ojos apuntaron al suelo.

—Debéis entenderlo —y en su voz había súplica, desesperada esperanza de recibir una respuesta que, lo sabía, no recibiría—. He planteado una y otra vez los términos de una coexistencia, de un habitar común. He trazado fronteras y asignado condominios. Pero nadie lo desea —alzó los ojos, en ellos ardía la llama—. ¡Os lo suplico! ¡Os lo imploro! ¡Debéis marcharos! ¡No más sangre en nuestras manos! ¡No más muertes!

Aferró súbitamente el mutilado brazo cristalino del embajador, ahogando un grito al sentir el helor que emanaba del vítreo cuerpo. Delicadamente, la mano aún sana cubrió la avejentada y nudosa en un gesto de efecto. Los ojos de Ardam, muy abiertos, pasaron de la mano al rostro de la criatura, y la llama que los avivaba ganó bríos.

«Tal vez. Tal vez»…

—No. No lo aceptamos.

La llama osciló, menguó su brillo y, con la pronta comprensión del mensaje, se apagó, sin dejar cenizas ni rescoldos.

—¿No? —repitió el Gran Inquisidor, la voz la de un niño que pregunta al padre algo que no entiende— ¿No?

—No —contestó la criatura. Y la sonrisa de su rostro se tornó más triste.

Aún aferrados de la mano, permanecieron arrodillados sobre el suelo. El uno, mirando con placidez; el otro, desviando la mirada, pasando del desespero a la abulia, y de la abulia a la fría cólera.

Con los rasgos endurecidos, Ardam tomó su tiara del suelo, la ciñó sobre su frente y, volviendo a recoger los pliegues de sus pesados ropajes, se alzó. Mirando desde arriba al encogido ente, Ardam sintió el desprecio, la ira y la crueldad que embargaba a los suyos.

—Muy bien —su voz había recobrado su resonante presteza. Pero estaba ya vacía de emociones— Vendrán a buscarte en unas horas. Avisa a tus hermanos. Que recen ¡Que recen sus plegarias! —de pronto, se encontró gritando—. ¡El Fuego Purificador se os llevará a todos!

Pero el embajador, en muda réplica sólo acentuó su sonrisa.

Con pasos rápidos, Ardam se plantó frente a la compuerta, pulsó el botón que destrababa el cierre hidráulico, la abrió y, por encima del hombro, dirigió una última mirada a la criatura. La sonrisa seguía allí.

Atravesando el umbral, Ardam, Sumo Inquisidor de la Sagrada Llama, Verbo del Sol, abandonó la celda. Y en su mente corrían, turbios, oscuros pensamientos.

III

No cabía un alma más. Y, aunque cupiera, tampoco había cuerpo que la aprisionara.

Todos y cada uno, pilotos de guerra, ingenieros, técnicos de mantenimiento, cocineros, prelados y novicias, oficiales y hasta el último zagal de raídas ropas se encontraban allí, en las siete gradas que cercaban el gran entarimado donde se alzaban púlpito, retablo y sagrario, el lujoso altar devoto al Gran Padre Sol. Tras el púlpito, ataviado con sus más suntuosas vestiduras —dalmática de terciopelo negro con rojos soles de brocado y rubíes, estola de sedoso carmesí, alba del suave lavanda que precede al amanecer, índigo amito con un enorme sol bordado en hilo de oro y, ceñida a las sienes, la tiara que sólo él podía vestir, dos manos de oro puro alzando un sol grana tallado de un enorme carbunclo—, se encontraba Ardam, Sumo Inquisidor y Padre Santísimo de la Sagrada Llama. La voz del clero y el culto. La voz de los hombres. Una voz de los hombres que aguardaba, aún muda, la llegada del reo, que ascendería desde los niveles inferiores por una escalinata hasta situarse al pie del primero de los siete peldaños que morían en la tarima del altar. Ardam, inquieto, apenas sí podía controlar su mirada y no dirigirla, como la lengua se dirige al hueco dejado por el diente, a la oquedad por la que se presentaría el alienígena.

El tiempo pasaba, lento y espeso. El público, inquieto, rebullía, murmuraba y cuchicheaba en las gradas. Y Ardam, centro de miradas y devociones, recordaba el rostro de sus padres, y la sencilla alegría que había vivido brevemente en su compañía antes de ser iluminado por la faz divina, una faz a la que, en el secreto de sus pensamientos, maldecía ahora en silencio.

«Ojala pudiéramos recobrar el pasado —pensó—. Y no sólo llorar el haberlo perdido».

Pero el pasado, perdido estaba. Y el futuro… El futuro dependía del presente. El futuro estaba en su voz, en su sentencia, en su condena a otra raza que, no habiendo aceptado el exilio, afrontaría el holocausto.

Un clamor. Gritos e insultos. Alaridos y alabanzas al Gran Padre Sol y al Sumo Inquisidor, La Voz de la Llama. Ardam tragó saliva. Por el nicho abierto en el casco ya ascendía el embajador, con su cristalino cuerpo reflejando el resplandor de los ardientes pebeteros que flanqueaban el camino a las escaleras. Dos guardias, pertrechados con armaduras de combate color carmesí y bellas, mas aún letales, armas de gala lo escoltaban en silencio. Al llegar al pie del primero de los siete peldaños, uno de ellos le dio un severo culatazo. El embajador cayó de rodillas sobre el enlosado, con bellas esquirlas vítreas desprendiéndose de su cuerpo allí donde lo habían golpeado. Tembloroso, a punto de perder el equilibrio, alzó el rostro y clavó la vista en Ardam. Allí Ardam vio su beatífica sonrisa. Y mientras las risas y amenazas reverberaban en la Sala del Juicio, Ardam, sumo pontífice de la Sagrada Llama, sintió un escalofrío. Sonreía, a pesar de todo, aún sonreía.

La nave había completado su estudiada rotación. Polarizando el vítreo techado hasta la transparencia, la Última Aurora dejó que los rayos, azul y oro, hielo y fuego, de los soles gemelos penetraran en la estancia. Envuelto en el hermoso resplandor, Ardam alzó los brazos e inclinó el cuello, dejando que la luz bañara su severo rostro. Cruzando una mano sobre el pecho y flexionando las rodillas, cada hombre, mujer, niño y anciano de la Última Aurora comenzó a orar en una bella melodía. Y Ardam, con potente y armoniosa voz, era quien alentaba sus cánticos.

Lentamente, la oración fue descendiendo su volumen, hasta perderse en un quedo murmullo. Sin bajar los brazos, Ardam dirigió su mirada a los presentes, sin premura. Al fin, se detuvo en su bello cautivo, que refulgía como un maravilloso ópalo ante el combinado reverbero de la luz de soles y antorchas. Endureciendo el rostro, y recordando la negativa de la criatura a su única oportunidad de salvación, Ardam rompió el silencio.

—Sagrada es la Llama, sagrado es el Padre, sagrado es su Eterno Resplandor ¡Que arda por siempre!

—¡Que arda por siempre!—, repitió una voz de muchas voces desde el graderío.

—Nos encontramos aquí, hermanos, bajo la divina luz de nuestra nueva esperanza para juzgar un hecho por todos conocido —Ardam señaló con el índice extendido al embajador—. Hete aquí a una de las criaturas que hemos dado en llamar endrianos, ya que tal es el nombre que han dado a su patria, Endria, en el verbo de nuestra sagrada lengua.

—¡Asesino! ¡Monstruo! ¡Engendro! —gritó la voz de muchas voces.

—Todos sabemos de la desgracia que aconteció a nuestros hermanos en el Primer Encuentro, cuando la lanzadera Promesa descendió sobre el helado océano de Endria, esperando entablar un discurso pacífico con los endrianos —un murmullo entristecido recorrió las gradas—. Todos sabemos de la tragedia, y por las vidas de nuestros hermanos, oramos a la Llama Sagrada, porque las conserve, siempre ardientes, en su divino seno.

«Lo que no recordamos —pensó Ardam, mientras cerraba los ojos e inclinaba gravemente la frente en un minuto de silencio por los mártires— es quiénes fueron los culpables de la tragedia. Quiénes, aterrados por la extraña forma segmentada del endriano, que no pretendía mal alguno, dispararon la bomba. No, eso no lo recordamos».

—Durante dos largos años, —continuó Ardam, tragándose sus amargos pensamientos— con nuestra menguada nave, hemos resistido la impaciencia y enarbolado la paz para alcanzar un mutuo acuerdo con los endrianos. Pero ellos, criaturas egoístas, no han querido ofrecernos un pedazo de su tierra para que fundamos el océano y terraformemos su atmósfera a nuestra condición —«y miento otra vez. Los endrianos, bien al contrario, nos quisieron ceder la mitad de la superficie planetaria. Pero el miedo nos hizo decir no. Y eso, tampoco lo recordamos»—. No han querido conmoverse por una raza necesitada que apenas podía ya soñar con pervivir —«Dios me perdone. Dios me perdone»—. No han querido darnos la esperanza, aun cuando la esperanza sólo de ellos dependía. Pero olvidaron algo. Olvidaron que el hombre también tiene voz. Y fuego —«y así cae la espada. Y así condeno mi alma»—. Hermanos ¿Qué dice la Voz? ¿Qué clama el Fuego?

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!

Una y otra vez, acompañando la ira del grito con los puños alzados, una y otra vez. Por las hirsutas y envejecidas mejillas de Ardam corrieron, discretas, dos lágrimas. Miró de nuevo al embajador, esperando que comprendiera al fin qué iba a acontecerles, esperando que lo comprendiera y que lo odiara, que lo fulminara con toda su furia acusadora e hiciera su alma pedazos de una mirada. Y, sin embargo, en el rostro del embajador no había rastro de ira. Sólo su triste sonrisa y una mirada muerta, cristalina, vacía…

«Sea —pensó Ardam—. Sea así pues».

Y con el rostro huero de emociones, como huero estaba ya su espíritu, confirmó la sentencia.

—¡Muerte pues al enemigo! ¡Muerte pues al cobarde y falsario, al avaro que nos negó cobijo en su morada! —Ardam cerró el puño y se inclinó sobre el púlpito, el rostro rojo de ira, ira que como ardiente llama dirigía contra sí mismo— ¡Muerte y Llama! ¡Que se fundan los océanos! ¡Que las estrellas lluevan sobre los endrianos y su Endria, y que el Hombre tenga su nuevo hogar, al que llamará, en honor de esta casa, Aurora, jamás ya postrera! ¡Muerte y Llama a los endrianos! ¡Muerte y Llama!

—¡Muerte y Llama! —gritaron los ancianos, sus manos artríticas y temblorosas alzándose con violencia—. ¡Muerte y Llama! —gritaron los niños, sus puñitos sacudiéndose en el aire, sus agudas voces, voces de la alegría, consumidas por la ira—. ¡Muerte y Llama!— gritaron hombres y mujeres, jóvenes y maduros, incendiados, ardiendo en una pira de odio y violento fervor, consumiéndose por la esperanza del fin del exilio, felices de vencer al enemigo.

Lentamente, la hoguera se apaciguó y los gritos se fueron acallando. Cuando sólo quedaban los rescoldos de un murmullo, Ardam, alzando de nuevo los brazos, fija la mirada en el embajador, volvió a hablar con resonante voz.

—Endriano, el Hombre ha hablado ¡Álzate de tus rodillas! ¡Álzate y di tus últimas palabras! —las lágrimas volvieron a correr por las mejillas de Ardam; pero su voz no se quebró—. ¡Álzate y habla, pues el derecho de despedida no te será arrebatado!

Tambaleante, con el cuerpo mutilado temblando por el esfuerzo de levantarse, el embajador se alzó. Girando sus tobillos, en completo silencio, paseó lentamente su mirada por la Sala del Juicio, deteniéndose en cada rostro, provocando miradas de odio y de espanto, miradas de ira y de sorna, y, muy de cuando en cuando, miradas desviadas, desviadas por la vergüenza de saber que el mal había triunfado en el corazón del hombre y nadie haría nada por calmar su negra llama. Al fin, la plácida mirada volvió a Ardam y en él se fijo. La tenue sonrisa seguía campando en sus labios. Pero el endriano, nada dijo.

—Y bien, ¡habla! —le espetó, furioso y conmovido, Ardam— ¡Te hemos concedido el don de tus últimas palabras, y tus últimas palabras oirá el hombre! ¿Cuáles son! ¡Habla! ¡Habla!

La tenue sonrisa que doblaba sus labios desapareció. Una expresión de infinita tristeza, de infinita piedad, transfiguró el rostro cristalino. Y Ardam, atravesado por este rostro, sintió que en su mente reverberaban dos palabras: «Lo siento».

Y esas mismas palabras fueron las pronunciadas por el embajador, en un quedo y melódico susurro que sin embargo llegó a cada par de oídos de la Sala del Juicio.

—Lo siento —dijo.

Luego, estalló.

En el escaso instante que Ardam poseyó antes de que la onda expansiva de la explosión termonuclear lo alcanzara, su memoria derivó al pasado, reflotando un recuerdo, cual tesoro perdido bajo las negras aguas de la vejez, de su más tierna infancia. En las rodillas de su padre, el niño Ardam preguntó: “Papá, ¿me querrás siempre?”. Y el padre, sonriente, le dio un abrazo. Y las palabras de más estuvieron.

La Última Aurora, que orbitaba, a medio minuto luz de distancia, del limbo planetario, estalló en un resplandor de luz blanca. Luego hubo llamas, una lluvia meteórica de ardientes pedazos, las cenizas de la humanidad brillando en el vacío espacial precipitándose sobre el astro que soñó con conquistar.

En honor a su nombre, la Última Aurora ardió por última vez. Luego hubo rescoldos, cenizas, y, al fin, la oscura y eterna noche.

Vacío, negrura y silencio.

2. De la plática que mantuvieron dos endrianos, Cyro y Plexio, en las terrazas del esférico palacio cristalino mientras, en el cielo, ardía la Última Aurora

La ola lo arremetió. Una ola de sentimientos, de miedo y angustia, de perdidos recuerdos, de deseos marchitos que nunca serían cumplidos. La ola lo arremetió, y Cyro, que sintió la angustia de cien mil seres amplificada dentro de su esencia, se desconectó de la matriz, incapaz de aguantar ni un segundo más aquel tormento.

No había pensado qué forma quería lucir, pero esta surgió por sí misma cuando se desenraizó del esférico palacio cristalino y proyectó sobre su superficie un mirador. Con el cuerpo formando su individualidad de la materia licuada, Cyro emergió con dos brazos, dos piernas y una cabeza unidas al mismo torso en unas proporciones ya bien conocidas por los endrianos. Las proporciones humanas. Tras desconectarse de la matriz, caminó por el corto saliente que acababa de formar y contempló el horizonte.

La estampa era imposiblemente hermosa. El cielo, una lucha entre los degradados azules, rosados, violáceos y carmesís, un doble ocaso en el que se mezclaban los colores en una paleta tan infinitamente diversa como armónica en su variedad. Contra él, flotando sobre el mar helado, se perfilaban las cristalinas formas de los palacios esferoides, con terrazas, capiteles, galerías, torrecillas y arcadas proyectándose sobre su superficie en cualquier dirección del espacio. Hormigueando en aquellas complejas y multilineares arquitecturas, los endrianos, hermosas miniaturas que se presentaban a los ojos de Cyro en toda su infinidad de formas, segmentados, oblongos, con multitud de cuerpos ceñidos a un mismo centro de simetría, voladores, radiales, asimétricos… Y sí, también humanos. Aunque pronto dejarían de verse en todo término, ya que su especie había sido borrada, prohibida su observación, estudio y réplica. Y, sin que supiera muy bien el motivo, ni importándole en demasía desconocerlo, este borrado, este olvido en que caería la belicosa raza humana, llenaba a Cyro de tristeza.

Llevado por sus pensamientos, giró su rostro y apuntó al oriente, donde ardía, contra el firmamento ya nocturno y punteado de estrellas, la caída Última Aurora, cuyo resplandor había iluminado el cielo aún en el día, y que seguía ardiendo ahora, horas después, con un brillo que lentamente se hacía más y más mortecino. Allí ardía su hermano Augra, el sacrificado por voluntad. Y allí ardían los humanos, los sin voluntad sacrificados. Y, fuera o no anatema, aunque tal concepto era legado de los extintos hombres, a Cyro le dolía más la muerte de los violentos extranjeros que la de su propio igual.

Algo osciló a su espalda y los pensamientos de una nueva presencia individual, desarraigada del constante zumbido de la mente colectiva, interrumpió las cavilaciones de Cyro. A su espalda, Plexio, adoptando el aspecto de un bello azore, una raza vagabunda de insectos espaciales que el endriano se encontraba admirando a más de un billón de años luz de Endria, avanzaba hacia la baranda de la improvisada terraza.

Sin hacer mayor comentario, se puso a su lado, apoyó sus cuatro brazos segmentados sobre el barandal y miró al bello paisaje. Pasaron horas o tal vez sólo segundos de contemplativo silencio antes de que Plexio decidiera quebrar la quietud.

—Cyro, ¿por qué lloras?

Cyro se volvió hacia Plexio. Lo miró con rostro sereno, impasible. Luego, se volvió hacia el bello paisaje, ya en la completa oscuridad, donde brillaban, refulgentes, los anillos que ceñían la cintura de Endria.

—No lloro, hermano —hermano. Una hermosa palabra que le habían legado los humanos.

—No lloras porque no tienes lágrimas —afirmó Plexio—. Pero, aún sin ellas, lloras. Lloras por ellos.

Silencio. Y, después:

—Tal vez. Tal vez lo haga.

Las alas de Plexio zumbaron melódicamente, arrancando una melodía al viento que expresaba su preocupación por Cyro.

—No hay nada que hacer, Cyro —el hermoso lenguaje de zumbidos era enteramente expresado únicamente por las cuatro alas del imitado azore—. Nada. La raza humana será borrada de los registros. No quedará ni un rastro.

Cyro golpeó violentamente el barandal. Un pedazo de cristal se desprendió y cayó al vacío, girando sobre sí. Plexio lo siguió con sus muchos ojos segmentados. Luego, miró a Cyro.

—¿Ves? —dijo con su quedo zumbido alado, tratando de serenar el ánimo de su igual—. ¿Ves cómo su ánimo enturbia, aún en la muerte, el tuyo? ¿Dónde se ha visto a un endriano sucumbir a la ira irracional? ¿Dónde se ha visto a uno de los nuestros dejarse llevar por la inconstancia de la superficie?

El puño de Cyro se abrió. Avergonzado, agachó la cabeza. A una orden de su pensamiento, el fragmento voló de nuevo al barandal y se unió sin la menor mácula con los balaustres. Satisfecho, Plexio estiró uno de sus segmentados brazos y tocó el hombro de Cyro, que no se resistió.

—Debes dejarlos ir, Cyro —dijo Plexio—. Todos compartimos en la Unidad algo de tu amor y pasión por los humanos. Pero no eran bellos. La belleza está en la simetría, en el orden cósmico, en la muerte y vida, y la vida y muerte, en los anillos que jamás conocen fin y comienzo.

Cyro nada dijo. Plexio, aún preocupado, lo miró unos instantes. Luego se volvió y caminó hacia la siempre cambiante superficie del esférico palacio cristalino. Y comenzó a sumergirse en él.

Cuando ya la mitad de su cuerpo había traspasado la vítrea matriz, Plexio se volvió de nuevo hacia Cyro, y captó su atención con una descarga telepática, a pesar de que los endrianos respetaban la individualidad de sus iguales como sagrada cuando éstos decidían desligarse, por un tiempo, de la Unidad que compartían en cada palacio. Cyro, sorprendido, volvió la cabeza. Las alas de Plexio zumbaron de nuevo.

—Olvídalos, Cyro —repitió Plexio, marcando la importancia de sus palabras con un prístino y agudo zumbido—. Los humanos están desterrados de la Memoria. Nadie los recordará.

Y, tras estas palabras, Plexio se fundió en la matriz y en la unidad de reconfortante consciencia colectiva que allí le aguardaba.

Cyro, a solas, posado sobre la reparada baranda, siguió contemplando el nocturno horizonte de Endria. Fue apenas un murmullo, más un dibujar de palabras con los labios que una verdadera vocalización. Pero, en ese quedo susurro, Cyro dibujó las palabras de su destino.

Dijo:

—Yo. Yo los recordaré.

Y volvió a mirar al Este, donde los restos ardientes de una raza habían dejado de arder.

3. Del largo viaje, el hallazgo, la espera y el fin del comienzo

No cesó en modo alguno la pasión de Cyro por el hombre. Mientras los siglos pasaban por su vedado recuerdo y sus iguales olvidaban hasta el último retazo de su prohibida memoria, Cyro revivía una y otra vez todos los registros que había salvaguardado del exterminio. Repasaba su biología, historia y cultura desde todos los posibles enfoques y desgranando su análisis hasta el último extremo. Pero eran las emociones, aquellas tormentosas e imprevisibles oleadas de sentimiento desligado del orden racional, lo que más le fascinaba. En los endrianos la emoción siempre surgía ligada al intelecto. El arte, y cualquier vehículo del alma, del goce por lo bello, dependía de lo armónico, de lo ordenado, de las geometrías infalibles trazadas por el cosmos y sus leyes. No era así en el hombre, cuyo ánimo se veía sometido a zarandeos e inquietudes completamente ajenas a la razón. Así como los endrianos eran en su propia morfología prístino cristal, nada ocultaban y como éste a todo eran transparentes, así los hombres ocultaban, bajo su superficie, insondables e ignotos universos.

No era desconocida a sus iguales, las consciencias compartidas de Endria, la pasión que consumía a Cyro. Como toda mente colmena, en las que no existen secretos, las divagaciones de Cyro, cuya individualidad se forjaba cada día más fuerte y escindida, precipitando un final temido e inevitable, y sus continuas pesquisas en aquel conocimiento, que debía ser borrado para siempre y que sólo su voluntad mantenía existente, eran conocidas por toda la colonia. Y, aunque causaban gran pesar e inquietud, no fueron detenidas, pues si algo tenían en estima los endrianos era la completa libertad de escisión de su colectividad. En efecto, todos podían, y así se encontraban de costumbre, ser uno, un absoluto ligado en matriz de consciencias. Pero cada consciencia debía tener siempre voluntad para desligarse, si tal era su deseo. Y, sin duda, tal era el deseo de Cyro.

Sin sorpresa de ninguno de sus hermanos, un día como otro cualquiera en el frío mundo de Endria, la consciencia de Cyro desapareció de la matriz para siempre. Su ser se desligó, ascendió a los cielos y abandonó el astro que servía de común hogar a aquella raza de observadores del cosmos. Para Cyro, infectado por el ardiente mal de los hombres, la observación ya no bastaba. La acción se imponía.

Libre, alegre como nunca se había sentido en la colonia con sus hermanos, pues de hermanos y no de iguales prefería tildar a los otros endrianos, Cyro atravesó el limbo planetario y se perdió en la negrura del cosmos. Endria pronto fue, a sus espaldas, una estrella más, un punto insignificante tan común a otros brillantes puntos que ardían en el negro vacío, un punto tan mínimo y baladí que difícil era sentir gran desarraigo o pena por haberlo dejado atrás. El Universo, en toda su grandiosidad e infinitud, se extendía ante Cyro, un océano tenebroso e infinito donde ardían billones de estrellas esperando ser holladas.

Así, henchido con su recién adquirida independencia de sus hermanos, Cyro comenzó su búsqueda.

Y ésta no fue breve. Miles, millones de años se curvaron entre sí en un espacio-tiempo cada vez más ilusorio e indiscernible. Pronto, de sistema solar en sistema solar, de planeta en planeta, las esperanzas de encontrar un gemelo a su sueño perseguido se esfumaban. Pronto, el recuerdo y añoranza del hogar, a pesar de las muchas especies y culturas que cruzó en su camino y que observó ávidamente, decoloró su obstinado empeño, que parecía menos y menos preciado a medida que la esperanza menguaba.

Pero el ánimo, aún en una tan constante y racional raza como la endriana, caracteres que aún primaban en un miembro tan singular como Cyro, es corriente inconstante. Y así como bajaba y se sumergía en inquietudes, ascendía y refulgía en certezas. Y así Cyro no cesó en su búsqueda y siguió a la caza de esa semilla de la que germinaría la flor que su raza había segado.

La encontró al fin, y un mudo grito de alegría quiso brotar de su garganta en el vacío espacial. Impulsado por sus enormes alas iridiscentes, alas que se extendían miles de kilómetros en torno a su menudo cuerpo y que se deslizaban entre las corrientes del espacio-tiempo sin la menor fricción, se acercó al pequeño y joven planeta azul, aún floreciente, que había encontrado a unos veintiochomil años luz del ardiente centro de aquella galaxia espiral.

Vida. Aquel planeta hervía de vida. Vida en las aguas. Vida en la tierra. Vida en los cielos. Vida inmóvil y vida en perpetuo movimiento. Vida diminuta y apenas visible dentro de la vida de un enorme titán de prietas escamas y enorme corazón de sangre caliente. Vida aún más titánica en gigantescas canopeas, árboles frondosos que ascendían al cielo como montañas vivientes. Vida. Vida. Vida. En el frío y en el calor. En la luz y en la negrura.

Y aunque no tenía lágrimas, tal y como le había recordado su hermano Plexio en la terraza del cristalino palacio esferoide, Cyro lloró, flotando sobre el limbo del planeta y extendiendo sus infinitos sensores a cada organismo en perpetua evolución sobre, bajo y en su corteza. Ése era ¡Ése era! Hasta en sus noches alumbraba la oscuridad un pequeño astro plateado que se dejaba mostrar, con diversa faz, veintiocho de cada veintinueve rotaciones.

Lo había encontrado.

Su búsqueda estaba completa.

Su tarea, no había hecho más que comenzar.

¿Qué especie elegiría? ¿Serían aquellos grandes saurios, que con sus pasos hacían vibrar la tierra? ¿Serían aquellos pequeños insectos, que, invisibles para los monstruosos titanes se posaban en sus escamas y hallaban la vena de la que tomar la sangre? Cyro no se decidía, pues tal diversidad de rostros presentaba la vida que cualquiera se le antojaba apasionante para cincelar en él su más preciado deseo.

Y tanto dudó, y tanto caviló y tanto gozó con la disparidad siempre cambiante que observaba, que, en lugar de esculpir, decidió esperar, esperar a que una de aquellas especies se acercara lo suficiente a su ideal como para tomarla de la mano y hacerla coronar los últimos peldaños. Su cuerpo se dividió en un enjambre de pequeños seres cristalinos, tal y como había visto en torno al sintético planeta de Maelix, tupido por entero de pequeñas criaturas artificiales que se alimentaban de la radiación solar flotando en torno a su atmósfera. Cada ser enfocó sus sentidos a registrar un área del planeta y entre todos observaron simultáneamente el astro por entero, todos sus días y todas sus noches, comunicando sus contemplaciones a una única conciencia, Cyro. Y así gozando y contemplando Cyro aguardó.

Aguardó tres veces cincuenta millones de ciclos alrededor de aquella pequeña y caliente estrella anaranjada.

Aguardó.

Aguardó.

Y, al fin, llegó el día. En una región cálida cercana al ecuador, una nueva especie, a medio camino de abandonar el suelo y alzarse sobre dos pies, gobernaba los árboles. Los billones de seres segmentados cesaron su observación, reclinaron sus alas y ascendieron para juntarse en un único punto. El cristal se licuó, cambió y asumió la forma de un hombre, un hombre dotado con dos bellas alas de irisados reflejos. Cyro había renacido. Y su momento había llegado.

Giró, trazó tirabuzones en el vacío, y, seguido primero por el silencio y luego por el silbido, aullido y fragor de la ardiente atmósfera, que pronto lo envolvió en un nimbo de llamas, se precipitó sobre el azul planeta.

Aterrizó sobre las aguas de un lago, y al contacto con su ardiente cuerpo éstas sisearon y evaporaron, alzándose en una gran y humeante columna. Los seres que había elegido, de espeso pelaje y gemelas manos y pies, chillaron y amenazaron. Asustados, se internaron en la espesura de la jungla, alejándose del extraño ente que brillaba con todos los colores del arco iris suspendido sobre la evaporada cuenca del lago. Pero uno de ellos quedó atrás. No huyó. Y, sonriente, Cyro esperó su encuentro.

El peludo ser gruñó, gritó y lanzó zarpazos al aire. Viendo que el ente cristalino no se amedrentaba, se permitió acercarse unos pasos, aún sobre las ramas, a los todavía humeantes vestigios del lago. El calor lo asustó y lo hizo recular, pero pronto, al ver que la actitud del refulgente recién llegado no mudaba su calma, volvió a acercarse. Desde allí, con las manos, los pies y la cola aferrándose al árbol, lo escrutó intensamente. El ente brillante, devolviéndole la mirada, le sonrió. Y algo hubo en esa sonrisa que inquietó los aún confusos pensamientos del ser que había elegido aguardar en vez de huir.

De un salto, bajó del árbol.

Tardó un tiempo en acercarse más al ente. Permaneció sobre el licuado fango, blanduzco e inestable por el tremendo calor que había evaporado el lago. A veces daba unos pasos hacia delante para luego recular muchos más de lo que había avanzado y detenerse, desde la retaguardia, a amenazar con gritos y aspavientos al ente arco iris. Pero éste no se inmutaba. Seguía inmóvil. Y en su rostro seguía campando aquella extraña mueca que atraía al ser. La sonrisa.

Al fin, se atrevió a dar el paso definitivo. Se plantó frente al ser, que refulgía como sangre luminosa, atravesado por el oro rojo del ocaso. Estiró una de sus manos y tocó su materia. El frío y la blandura lo asustaron, y retiró la mano rápidamente, alejándose unos pasos. El ente, con extrema lentitud, moldeó su apariencia. Fascinado, el ser, que tenía prendidos en sus recios dedos una masa plateada y vítrea, contempló cómo aquella alta presencia cambiaba su talla y formas. Pronto, el ser observó una copia de sí mismo en aquella extraña materia. Y la copia, haciendo uso de sus toscos labios, volvía a repetir esa extraña mueca. Sonreía.

Volvió a acercarse, deteniéndose cada poco para asegurar que un imprevisto ataque no lo aguardaba, y, ya al lado de su gemelo cristalino, volvió a estirar su mano. Frío, sí, pero también suave y calmo. Aquello, fuera lo que fuese, no le haría daño.

Cyro había aguardado. Estático y extático. Había aguardado para no tomar por fuerza lo que debía serle dado. Confianza. Curiosidad. Deseo. Y ese deseo, ese deseo embarullado e indefinido, pero no por ello menos potente, lo animó actuar.

Y actuó.

Zarcillos de su esencia penetraron a través del vello y la carne del ser escogido. Viajaron en su corriente sanguínea como pequeñas lágrimas de plata, ascendieron hasta su cerebro y allí anidaron, excitando neuronas, convocando extrañas visiones y pensamientos en una mente rústica y áspera, pero cargada de deseos. Ansiosa de saber y conocer.

Y de Cyro supo y conoció. Y de Cyro vio, vio nuevos colores antes vedados que vibraban en el mundo.

Cuando Cyro y el ser rompieron su vínculo, todo había cambiado. La serena expresión del endriano encontró reflejo en la nueva y pensativa faz del ser. Y, para su asombro e infinito deleite, una sonrisa curvó sus toscos labios.

Cyro, deseando poder llorar, como podrían los hijos de los hijos de aquel ser, se contentó con asentir levemente. Sin más, desasió la peluda mano y ascendió el vuelo hacia el cosmos estrellado, un cosmos ya vacío del propósito que lo había alimentado tan largo tiempo. Un cosmos que tal vez volvería dirigirlo a su hogar, a Endria, donde ojala sus hermanos esperaran su regreso y el relato de las mil maravillas que había vivido en su viaje.

Cyro, la Memoria del Hombre, se perdió en el firmamento, sin mirar atrás, sin volver una última vez la vista a su obra, obra que ya germinaba en una mente nueva, que comenzaba a hallar algunas respuestas a las infinitas preguntas que la acosaban.

Largo tiempo tras su marcha, en la noche cuajada de estrellas, el nuevo ser, todavía con la sonrisa en el rostro, contempló aquel oscuro y brillante cielo en su belleza por primera vez.

Y, por primera vez también, los ojos del hombre soñaron con alcanzar las estrellas.

Fin

Otra vez, muchas gracias a Melmoth por este relato. Este autor también es editor de contenidos, periodista y articulista en la revista scifiworld.es y ha participado en multitud de revistas, antologías y certámenes de literatura.

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Lobo7922

Creador de La Cueva del Lobo.

Desde muy joven me sentí fascinado por la Ciencia Ficción y la Fantasía en todas sus vertientes, bien sea en literatura, videojuegos, cómics, cine, etc. Por eso es que he dedicado este blog a la creación y promoción de esos dos géneros en todas sus formas.

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