Vacas Sagradas

Los humanos hemos modificado a los otros seres vivos de nuestro planeta desde mucho antes de contar con herramientas para recortar y combinar sus genes. Ahora que lo que era lento y azaroso es casi una operación de rutina, ¿sabremos qué hacer con las maravillas que vamos a crear?

Pablo D. Flores, ganador de nuestro Desafío el mes pasado, vuelve en esta ocasión con un relato que solo puedo calificar como profético, estoy seguro que dentro de una o dos décadas (probablemente menos) muchos de quienes hayan leído este relato lo recordarán con mucha claridad.

Vacas Sagradas

Es una suerte poder llevar a los chicos al Barrio de la Luz, piensa Tavo; una suerte que vean algo de naturaleza, algo de verde, piensa Mira. Qué bueno salir a pasear, piensan los niños, que nunca han tenido vacaciones de la ciudad asfixiante hasta hoy. Es terriblemente caro salir de vacaciones con tres niños. Hay que irse lejos; ya no queda naturaleza más o menos intacta en ninguna parte de la Pampa Húmeda o el Litoral. El Barrio de la Luz también es caro, pero alcanzable, y los niños que nunca han conocido nada mejor lo disfrutarán. El corolario financiero de esta triste verdad convenció a los administradores del barrio, hace dos años, de abrirlo al público infantil, y los padres ansiosos y desesperados no defraudaron las expectativas.

No están muy convencidos, pero no hay nada mejor y eso basta. No importa que al Barrio de la Luz lo llamen sus detractores “el Gueto Vegano” o “Barrio Sarampión”; por un lado es un paseo corto y no está mal que los chicos sepan que existe un lugar donde la gente come sanamente fruta y verdura sin resistirse ni hacer berrinches, y por el otro todos ellos (los visitantes) están vacunados. De esto último el gobierno de la ciudad se asegura celosamente. En la fila al entrar todos tuvieron que presentar sus certificados: inmunizaciones y seguro médico son obligatorios. El riesgo, de esta manera, es mínimo, y a pesar de que la mayoría de los habitantes del barrio de menos de veinticinco años no están vacunados, el último brote, hace cinco años, fue contenido con rapidez y eficiencia y no más de tres muertos.

—Bienvenidos —dice un empleado sonriente cuya única función parece ser ésa (ya que la cuestión administrativa fue manejada por un robot)—. La luz sea con ustedes.

La multitud que entra al barrio se dispersa y Mira deja que los chicos se alejen unos metros. Los ve fascinados por cosas que ella daba por sentadas a su edad, como los árboles. Los hay de diferentes especies, mezclados, de distintas alturas y anchuras, asimétricos, orgánicos. También hay canteros con flores frente a los edificios, que son inmensos pero de apariencia ligera, con vidrios sin espejar y fachadas claras; la línea de edificación está retirada de la vereda varios metros en todas partes (el desperdicio de espacio es obscenamente caro). En los árboles hay pájaros, y los niños se ríen al verlos, como si acabasen de ver a un duende o un hada. También hay perros sueltos. Esto ya no es muy del agrado de Mira. Se contiene: es la falta de costumbre. En el resto de la ciudad, con excepción de las periferias más míseras, no hay perros callejeros; su exterminio fue concienzudo y total. En casa no hay lugar para un perro. Los niños aman a los perros y éstos, a diferencia de los residentes humanos, sí están vacunados. Calma, piensa Mira. Aunque esas lenguas, esos dientes, esas babas…

—¡No molesten a los perritos, chicos!

En algunos muros altos, a la sombra de árboles o aleros, hay gatos durmiendo o bostezando o vigilando distraídamente a los pájaros. Tavo le señala un gato gordo y atigrado a los niños y ellos se lo señalan mutuamente, gozosos.

Y entonces aparecen las vacas.

Tavo y Mira fueron advertidos, pero no deja de ser chocante; es como hubiesen saltado en el tiempo y el espacio a una ciudad india de comienzos de siglo. Mira ríe nerviosamente y llama a los niños con voz perentoria. Las vacas son conducidas por un hombre joven, vestido con harapos cuidadosamente diseñados. Son de color gris y lucen casi esbeltas; las ubres son pequeñas, insignificantes. Hay unas veinte o veinticinco, y el tránsito de bicicletas y minicoches eléctricos se ha interrumpido por completo.

—Vamos a esperar a que pasen —dice severamente Tavo a los tres chicos, que de todas formas están algo intimidados; los animales que ven no se parecen a la imagen tradicional y algo boba de la vaca lechera.

Ahora un grupito de residentes se acerca por una calle lateral. Visten pecheras verdes y van con el ceño fruncido, con una mujer de treinta y tantos, de cabello rubio en largas trenzas, a la cabeza. El conductor de las vacas la ve venir y frunce el ceño a su vez; un compañero que cierra la procesión se adelanta para ponerse a su lado. Entre las pecheras verdes asoman y se elevan unos carteles de bioplástico con consignas en prolija tipografía negra.

—Ah —dice Mira—, creo que ya sé quiénes son.

—¿Es por las vacas? —pregunta Tavo.

Mira va a responder pero la interrumpe un griterío. Los de las pecheras se manifiestan contra los organismos genéticamente modificados. Si el Barrio de la Luz es un anacronismo, esto resulta anacrónico por partida doble. Pero claro, las vacas.

Los jóvenes vaqueros detienen a los animales y piden que los dejen pasar, pero en sus voces amables hay una tensión inocultable. La rubia líder de las pecheras verdes se pone a discutir con voz tonante, con la obvia intención de que los transeúntes escuchen.

La cuestión de los OGM divide a los grupos “verdes” hace tiempo. Hace un par de décadas algunos comenzaron a apoyar la investigación en lo que llamaron “antidomesticidad”. Con los costos de las intervenciones genómicas por el suelo, no fue difícil para los científicos recrear aproximaciones de las formas salvajes originarias de muchas especies domesticadas de plantas y animales. Hasta comienzos del siglo XXI los intentos de hacer esto con las vacas fueron lentos debido al costo de la secuenciación genómica y la necesidad de recurrir al lento proceso de la reproducción selectiva. Pero estos escasos resultados fueron alentadores.

—Son muy graciosos —opina Mira—, discutiendo por esta estupidez. Menos mal que son pacifistas.

—¿Quién dijo que lo son? —replica Tavo, pero el espectáculo es demasiado entretenido para perdérselo, por el momento.

Las vacas no son vacas domésticas sino un resultado de la genómica aplicada: lo más parecido que la ciencia pudo lograr a la forma original de Bos primigenius. Por alguna imprevisión o entusiasmo irresponsable se les permitió reproducirse sin control en varios reductos del subcontinente indio. Tavo no logra recordar los detalles del destierro de aquellos pobres engendros, pero sí la sustancia: cómo fue que el gobierno indio se vio ante el dilema de no poder deshacerse de ellos de la manera más lógica para no enfrentar la ira de los fundamentalistas hindúes, y a la vez no poder quedarse con ellos debido a la ira de los fundamentalistas anti-OGM (dos grupos que, para colmo de males, se suporponen en parte), y cómo la solución fue una campaña internacional de adopción de vacas primigenias por parte de grupos animalistas… que no hizo más que exportar el conflicto a otros países, en particular porque las susodichas vacas no son estériles por diseño.

La discusión en la calle se ha hecho acalorada y los niños están ahora muy silenciosos, abrazados a las piernas de su padre y su madre.

—¿Van a matar a las vacas? —pregunta el menor, compungido.

—No, hijo, no te preocupes —dice Tavo, y agrega dirigiéndose a Mira—: Están aseguradas, ¿sabías? No se las puede tocar ni con un pétalo de rosa.

—¿Qué es un tétalo? —pregunta el chico.

—No les pueden hacer nada malo —dice Mira enfáticamente, y luego más despacio, a Tavo—: Pero me parece que se van a agarrar a golpes. ¿Nos podemos ir para otro lado?

Es demasiado tarde; sin que se den cuenta la calle por la que vinieron se ha llenado de curiosos. Tres personas con una vestimenta peculiar, una especie de chaleco rojo y ceñido al cuerpo, se acercan por la lateral, en sentido opuesto al del grupo anti-OGM. Tavo imagina, sin equivocarse, que se trata de una policía o guardia interna (ya que la fuerza destinada a la seguridad de los turistas lleva una identificación clara y distinta). Detrás hay varias personas que tratan nerviosamente de hablar con los policías, de convencerlos de algo. Los dos jóvenes de las vacas miran nerviosamente los chalecos rojos y luego uno saluda a los que vienen atrás; amigos, piensa Tavo, amigos que fueron a buscar a la policía.

—Circulen, por favor —dice el primero de los agentes, no a los manifestantes sino a los visitantes—. Van a pasar los animales.

Las pecheras verdes están enojadas y la llegada de la policía no hace nada por calmarlas; por el contrario, los cánticos aumentan en estridencia. El grupo es bastante grande ahora; al parecer algunos residentes no identificados con la prenda verde se han sumado a la manifestación. Las vacas sacuden las orejas y se remueven sin salir del lugar.

—Disculpe —comienza a decir Mira, airada ante el atropello—, disculpe, oficial, pero…

Unas pancartas aparecen detrás de la multitud de lomos grises y se escuchan algunos gritos. El policía que dirigió fugazmente su atención a Mira la deja con la palabra en la boca. Los vaqueros se vuelven a ver qué ocurre y las pecheras verdes aprovechan para arremeter. Uno de los jóvenes atina a sacar un teléfono del bolsillo, pero un momento más tarde él y su aparato están desparramados por el suelo.

Los chalecos rojos se agrupan y las pecheras verdes hacen lo propio. Una batería de insultos contra los engendros bovinos y sus defensores policiales surge de la segunda ola de manifestantes, que avanza detrás de las vacas, encajonándolas en la calle estrecha. De las narinas húmedas brotan bufidos y mocos; las colas cortan el aire y los ojos han perdido su expresión habitual de serena estolidez.

Tavo toma de una mano a Mira y con la otra empuja a los tres niños detrás de sí, pero no hay mucho lugar, porque la aglomeración de curiosos no para de crecer.

Un mugido profundo y lastimero brota del centro de la procesión bovina, y como suele suceder, otros le responden, hasta que todas las vacas están protestando su encierro a la vez. Las grandes cabezas se bambolean en todas direcciones y por primera vez Tavo observa que todas ellas están coronadas por pequeños cuernos afilados.

El joven de los harapos chic se levanta del suelo de un salto y se toma a puñetazos, sin preámbulo, con la primera pechera verde que encuentra. La policía local nunca tuvo que controlar un disturbio en este barrio de gente convencionalmente cortés, y no sabe bien qué hacer. Los amigos de las vacas, que venían detrás de ellos, los adelantan y los apartan.

El segundo vaquero está tratando de contener a sus animales, pero retrocede con temor ante la mirada repentinamente dura del que encabeza la procesión. Es una matriarca a la que sólo le interesa llevar a los suyos a un lugar donde puedan comer pasto; su lento cerebro llegó hace un momento a la conclusión de que los primates no son buenos guías para este propósito, y ante esa constatación no cabe otra cosa que dejarlos atrás. Muge su irritación ante la demora y comienza a moverse, para alentar a las que vienen atrás.

Tras muchos empujones y algunas cornadas desganadas los primates se dispersan. Tavo y los niños se encuentran fuera del Gueto sin entender cómo lograron atravesar las puertas. Los chicos lloran y piden por su madre. Tavo está a punto de volver a entrar cuando Mira aparece entre la multitud, triunfante, con su teléfono en alto. Los chicos se abalanzan sobre ella y Mira los abraza y los besa, recorriéndolos sin constatar más que un par de desgarros en la ropa.

—Lo filmé —dice a Tavo, casi sin aliento—. Lo filmé. Nos van a tener que devolver la entrada.

—¿Estás loca? ¿Te quedaste para eso? ¿¡Qué te pasa!? —grita Tavo, perdido el control.

—La entrada y el seguro. —Toma aire—. Jipis de mierda. Espero que las vacas se suelten del todo y se los coman.

—Las vacas comen pasto —dice el mayor de los chicos con tono de absoluta autoridad.

Tavo mira al chico y a su madre, incrédulo. Mira se acerca, parece que va a besarlo, pero le pasa un dedo por el labio y se lo muestra. Tavo pasa la lengua y saborea un poco de sangre.

—Gracias por cuidarlos de los animales salvajes —dice Mira—. De las vacas y de los otros. —Y entonces, sí, le da un beso en los labios.

Fin

Muchas gracias Pablo por esta historia, vuelvo a afirmar sin ninguna duda que has hecho una profecía a través de ella, estas escenas que nos has narrado aquí estoy seguro que las veremos repetidas en mas de una ocasión en un futuro menos distante de lo que esperamos.

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Lobo7922

Creador de La Cueva del Lobo.

Desde muy joven me sentí fascinado por la Ciencia Ficción y la Fantasía en todas sus vertientes, bien sea en literatura, videojuegos, cómics, cine, etc. Por eso es que he dedicado este blog a la creación y promoción de esos dos géneros en todas sus formas.

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