Todos los Hombres son Mortales

En alguna parte del cerebro debe existir una zona de la memoria que recuerda cómo son las células cuando son jóvenes. O quizás la presencia está en las mismas células y el cerebro solo sirve para revelarla. Un cerebro, adecuadamente preparado, puede ser alcanzado por debajo de su nivel consciente y ser obligado a cooperar, con lo cual podríamos disponer de muchísimo más tiempo: ¿Solo siglos o la Eternidad para todos?

Ermanno Fiorucci estuvo a punto de dejarnos colgados este mes, pero consiguió algo de tiempo para complacernos con esta historia:

Todos los Hombres son Mortales

Recordando a la inmortal

Simone de Beauvoir

El cruce mañanero por las oficinas de la dirección había sido rutinariamente efectuado durante dos cientos años por el presidente de la Ausgang.

Arturo Herman hacía siempre los mismos comentarios, sonreía con la expresión acostumbrada, pronunciaba correctamente los nombres de todos los miembros de su staff… pero de manera absolutamente automática. Por alguna razón, desde algún tiempo, se le hacía algo difícil pensar con claridad por las mañanas.

Ya en su despacho privado, abandonó toda simulación y se dejó caer sobre la butaca tratando de recuperar el aliento, mientras el corazón galopaba como un caballo desbocado en su pecho. Había sido una imprudencia venir a trabajar, pero debido a la llegada de la nave desde Proción la noche anterior, nada ni nadie hubiera logrado disuadirlo. Además, ese imbécil de su médico le había garantizado que la inyección prevendría cualquier ataque de alergia u asma.

Oyó entrar a su secretaria, pero solo levantó los ojos cuando percibió el olor del café. Ella le llenó una taza y apoyó la cafetera sobre la brillante superficie del escritorio. Lo observó, inquisitiva, mientras él lo saboreaba:

¿Te sientes muy mal, Arturo? — preguntó.

Solo algo cansado — respondió, llenando de nuevo la taza. El café estaba algo más cargado que de costumbre, pero lograba disolver la neblina de su cerebro. — Creo que estoy envejeciendo, Beatriz.

Ella sonrió complaciente por el comentario acostumbrado, pero él no tenía ningún deseo de bromear con ella. Beatriz durante todos esos años a su servicio, había alcanzado por cuatro veces la mediana edad y probablemente sabía mucho más que él acerca de las consecuencias y secuelas que ese hecho suponía, lo cual, después de todo, no era tan difícil… considerando que a él mismo le costó reconocer su propio rostro en el espejo, antes de afeitarse esa mañana. Su normal delgadez lucía casi esquelética con esa frente surcada por arrugas y las bolsas debajo de los ojos; hasta sus cabellos los sintió más delgados… y lo más preocupante: ¡estaban apareciendo unas cuantas canas!

¿Algo importante desde Proción? — preguntó, mientras ella lo observaba preocupada.

La mujer dirigió la mirada, con un sentimiento de culpa, hacia la canastilla de la correspondencia recibida.

Más o menos. Drogas para experimentos. Una carta personal para usted de un lugar que no he escuchado jamás. Y ¡un misil superluz! … Lo encontraron errante a casi medio año luz y lo recuperaron. Jordano ha preparado el informe y parece que está sumamente excitado. Pero, si usted no se siente bien…

¡Estoy muy bien! — cortó. Luego se irguió y le sonrió. — Gracias por el magnífico café, Beatriz.

Ella acató la despedida con cierta resistencia. Cuando salió, Herman revisó con desgano el reporte del Departamento de Investigaciones enviado por Jordano.

Tenían ya más de ochenta años lanzando pequeños misiles al espacio que desaparecían a una velocidad superior a la de la luz, equipados con todos los aparatos necesarios y posibles para permitir su regreso con las imágenes y datos de todos los lugares a los cuales habían llegado. Sin embargo, exceptuando ese del día anterior, ninguno había regresado o sido localizado. Este notable hecho alimentaba la primera esperanza que algún día pudiesen terminar los viajes de una estrella a otra, que duraban siglos, a bordo de lentas y robustas astronaves de carga; él debería, presumiblemente, estar vibrando por la emoción, por querer leer el primer lacónico reporte de Jordano. Lo revisó. El misil superluz había sido localizado por casualidad mientras estaba por colisionar con una nave local de Sirio. Los científicos lo habían revisado, reparado y reenviado. Los dos ratones blancos que lo ocupaban, estaban todavía vivos cuando Sirio lo había encontrado…

El descubrimiento hubiese debido llenar a Herman de felicidad, en cambio soltó cansado el reporte y cogió el pequeño mensaje personal que vino con la nave procedente de Proción. Palpó la pequeña tira del microfilm, mientras sorbía otra taza de café y finalmente activó el visor. Notó, un poco sorprendido, que había tres fotogramas en el mensaje.

No fue necesario buscar la firma del primer cuadro. Solo el más joven de sus hijos habría podido enviarle una elaborada felicitación por su tercer centenario… ¡una felicitación que llegaría con noventa años de retraso! Alberto había nacido antes que en la Tierra se promulgara la drástica ley acerca del control de natalidad y, por supuesto, su madre lo había mimado en exceso. Trató de evitar el servicio migratorio con tal de quedarse con ella. Este hecho ocasionó una infinidad de inconvenientes que, al final, lograron destruir el matrimonio de Herman.

Lo extraño del segundo fotograma del mensaje era que no mostraba trazas de rencor. Alberto solo tenía palabras de elogio por el sistema solar al cual había sido enviado. Había solo una pequeña referencia al hecho que se había casado y a su docena de hijos, pero el mensaje en su casi totalidad estaba lleno de invitaciones al padre para que se reuniese con él allá. Herman resopló y abordó el tercer fotograma que mostraba al grupo familiar en un extraño vehículo enmarcado en un insólito panorama, bastante atractivo.

Herman no tenía ninguna intención de emprender un viaje para transcurrir los próximos noventa años en compañía de un grupo de jóvenes y entusiastas emigrantes, ni siquiera a bordo de una de las perfeccionadas naves de la Transgalac, equipada con uno de aquellos sistemas de superluz; no existía ninguna razón sólida que justificara el abandono de su trabajo aquí. El descubrimiento que había permitido a los hombres vivir eternamente, acabó con la mayor parte de los nexos familiares, los afectos se consumían en el transcurso de medio siglo… lo cual no era mucho, a pesar de que, alguna vez, pudo haber sido considerado un largo período.

Era curioso cómo los años parecían ser siempre más cortos mientras que la cantidad se incrementaba. Había una canción, en el pasado que trataba acerca de los años fugaces… trató de recordar la letra, pero no lo logró… ¡qué contrariedad! Ahora ocuparía toda la noche tratando de recordarla.

La línea externa tintinó indicando que había una llamada del Departamento de Investigación. Herman imprecó entre dientes, no se sentía todavía preparado para enfrentar a Jordano. Levantó los hombros con desgano y pulsó el botón.

Jordano apareció en el monitor con una expresión intensa y sus ojos se pasearon curiosos por la habitación. Era todavía joven… uno de los pocos que habían logrado evitar la deportación por sus excepcionales cualidades, y la paciencia no era una de ellas. Su perplejidad se transformó en estupor y Herman tuvo la sensación de hundirse: ¿Sería su aspecto, en realidad, tan deprimente? Pero él no era la causa del fisgoneo de Jordano, su atención estaba concentrada en la diapositiva, que todavía estaba proyectada más allá del escritorio de Arturo.

¡Anti-gravedad! — Su voz sonó incrédula cuando giró su rostro hacia Herman. — ¿De qué mundo se trata?

Arturo observó con más atención la diapositiva de Alberto, y esta vez notó el vehículo que estaba en ella. Semejaba mucho a un viejo modelo terrestre, tanto que no le evocó, en primera instancia, una especial atención, pero ¡estaba suspendido y sin ruedas!. La imagen lucía ligeramente movida, razón por la cual se suponía que la foto había sido tomada con el vehículo en movimiento.

Uno de mis hijos… — comenzó diciendo Herman. — ¡Falta el código de la estrella!

Jordano imprecó enérgicamente:

De modo que tendremos que enviar un mensaje con la astronave de ruta pidiendo que nos den luces acerca de su secreto y esperar la respuesta en un par de siglos. Los otros mundos hacen todos los días centenares de descubrimientos y no hacen el más mínimo esfuerzo para mantenernos informados. ¿Será posible que el Concejo no se dé cuenta de esta situación?

Arturo había oído esta queja muchas veces. La Tierra se estaba convirtiendo en un mundo atrasado; ningún verdadero progreso había sido registrado en los últimos dos siglos, por lo menos; todos los jóvenes venían enviados afuera apenas cumplían su período de cincuenta años de estudios y los ancianos eran demasiado conservadores para producir auténticas innovaciones. Desafortunadamente en todo esto existía una buena dosis de verdad.

Su ritmo disminuirá con el crecimiento de la población —Herman repetía los acostumbrados argumentos. — Nosotros estamos todavía a la cabeza en el campo de la medicina y, de alguna manera, podremos ser siempre informados de cualquier nuevo descubrimiento sin interrumpir nuestro trabajo actual, mejorando cada vez más, en la Tierra, las técnicas de la longevidad. Podemos esperar… debemos.

Jordano lo observó con esa extraña mirada cargada de preguntas no formuladas, que en los últimos tiempos se había convertido en consuetudinaria:

Pero ¿por qué? ¡Por El Cosmos! ¿No leíste mis informes? ¡Esperamos que el sistema Superluz funcione! Aquel misil habría llegado a Sirio en menos de diez días. ¿No te das cuenta que con esto podríamos volver a ganar el tiempo perdido y regresar en la corriente principal? ¡Podríamos obtener el secreto de esa anti gravedad dentro de un año! Nosotros…

Espera un momento. — Arturo sintió que la mente se le nublaba de nuevo y trató de superar el mareo. Él había revisado, solo superficialmente el reporte y no podía argumentar a partir de eso. — ¿Quieres decir que podrías calibrar con suficiente exactitud tu sistema direccional para estar en condiciones de enviar uno de tus misiles donde quieras y hacerlo regresar?

¿Qué? — La voz de Jordano se oyó como una ametralladora. — ¡Por supuesto que no! Intervinieron dos coincidencias casi increíbles para lograr el rescate de ese misil … y un error de medio año luz ha retrasado veinte años la recuperación, hasta el momento en el cual Proción pudo captar su señal. Un ajuste exacto de la trayectoria podría ser un trabajo que duraría siglos, suponiendo que lo lográramos. Incluso admitiendo que Sirio estuviese dispuesto a interceptar los cohetes superluz y reenviárnoslos. No, Arturo, a lo que me refiero es a una verdadera astronave. Ya desde hace un montón de tiempo que estamos en condiciones para construirla. Podríamos terminarla en tres meses. Sabemos que el sistema direccional funciona. Sabemos que su velocidad nos permitiría alcanzar Proción en dos semanas. Hasta sabemos que los seres vivos pueden tolerar el viaje: de hecho los dos ratones no sufrieron ningún inconveniente. Con un piloto humano, cuya función sería ajustar la ruta, sería superfluo cualquier ajuste preliminar.

Herman sacudió la cabeza al escuchar las propuestas de Jordano, solo logró creerle la mitad.

Los ratones no poseen un cerebro humano que podría sufrir daños irreparables, Jor… por ejemplo, no tolerar más el rejuvenecimiento. No podemos usar pilotos humanos en una nave cuyo manejo integral no hemos probado todavía. Ni siquiera en el supuesto que pudiésemos corregir los errores al regreso. Quizás, se podría considerar, en última instancia, la posibilidad de instalar transmisores más potentes.

¡Sí, claro! ¡Quizás dentro de dos siglos podríamos obtener una ruta más segura para Sirio! ¡Y todavía, a esas alturas, no estaríamos completamente convencidos con respecto al tema de los pilotos humanos! ¡Arturo, debemos construir esa astronave… todo lo que necesitamos es un voluntario!

Herman se dio cuenta que esta idea se había transformado en obsesión para Jordano. Se recostó cansadamente al respaldar de la butaca y sacudiendo la cabeza lo retó:

Muy bien Jor… encuéntrame un voluntario… ¿Por qué no pruebas tú? ¿Estás realmente convencido de querer arriesgar el resto de tu vida en vez de esperar un par de siglos hasta estar completamente convencidos que es seguro? Si quieres daré de inmediato la orden para que se inicie la construcción de esa astronave.

Jordano abrió la boca y por un instante el corazón de Herman sufrió un remolino de emociones contrastantes, mientras el eco de su propuesta todavía flotaba en el aire. Luego el ingeniero cerró la boca lentamente, y cualquier residuo de combatividad pareció diluirse. De pronto lució cansado y enfermo, pero no se atrevió a contestar.

Ningún hombre, en su sano juicio, arriesgaría la posibilidad de una vida infinitamente larga, contra una espera tan cortaEl heroísmo era una cualidad que solo poseían los hombres que sabían que sus días estaban contados.

¡Olvídalo Jor! — aconsejó Herman. — Necesitaremos más tiempo, pero lo lograremos. Usaremos el tiempo necesario para triunfar y, entonces… y solo entonces construiremos la astronave.

Jordano asintió cansadamente y luego cerró el contacto. Herman desvió la mirada de la pantalla vacía hacia la ventana, mientras atormentaba con el índice y el pulgar de su mano el lóbulo de su oreja derecha.

¡La Inmortalidad! Era necesario programarla con mucho cuidado. No podía arriesgarse en proyectos a corto plazo. Generalmente estos eran mucho más fáciles lograrlos; la visión de los edificios sólidos y duraderos del exterior hubiesen debido darle un sentimiento de seguridad. Su contraste con las endebles y efímeras construcciones de los antepasados de vida breve, demostraban lo mucho que estaba profundamente arraigada en la sociedad actual, esta idea de la longevidad… Sin embargo hoy este espectáculo no le sugirió las mismas sensaciones. Se sentía oprimido, aprisionado, perdido de alguna manera; la ciudad, que se le presentaba a través de la ventana, le pareció, de pronto, tétrica, hostil.

El molesto dolor que sentía en el pecho se hizo más agudo y la respiración se le secó en la garganta. Se levantó y salió presuroso de la oficina.

Solo dos cuadras separaban su oficina del club, pero tuvo que parar dos veces para recuperar el aliento y luchar contra el dolor que le perforaba el pecho. Cuando alcanzó el corredor tapizado en madera estaba apenas en condiciones de conservar la verticalidad. Se dirigió hacia el guardarropa, demasiado exhausto para seguir más allá.

Durán se dio cuenta de inmediato y lo sostuvo por un brazo mientras lo acompañaba a su apartamento.

Señor, permítame ayudarle—Sugirió con un tono de voz que Herman no había vuelto a escuchar desde los días en que Durán era su ayuda de cámara… en la época en la cual todavía era posible encontrar personal doméstico. En la actualidad Durán administraba el club en condiciones de paridad con los socios.

Por un momento, sin embargo, había retomado los antiguos modales. Un minuto después Herman se encontró acostado en su cama, con las almohadas colocadas en el lugar adecuado y una bebida en la mano. El alcohol, estimulando  la reacción al pánico, le ayudó a encontrarse a sí mismo. Después de todo no era el caso de preocuparse: ¡los doctores de la Tierra sabían curar cualquier cosa!

Pienso que sería conveniente llamar al doctor Casal — dijo.

Casal era miembro del club y hubiese sido, probablemente, el más rápido a ser contactado.

Durán movió la cabeza:

El doctor Casal no está ya con nosotros, señor. Salió, hace un año ya, hacia el sistema de Alfa Centauro para ir a visitar a su hijo. En la actualidad hay un tal doctor Castro que goza de muy buena reputación, señor.

Herman se quedó perplejo, lleno de dudas. Casal le lució extrañamente molesto las últimas veces que lo había visto, pero esto, realmente, no explicaba la razón por la cual había emprendido un viaje de veinte años por una razón tan fútil. Sin embargo esto era un asunto que no le incumbía.

Será el doctor Castro, entonces —decidió.

Herman oyó a Durán hablar por teléfono en la otra habitación, pero no pudo oír lo que decía. Terminó de saborear su bebida, sintiéndose algo restablecido, logró sentarse en la cama, cuando Durán regresó.

El doctor Castro sugiere que se dirija de una vez a su consultorio, señor. — Dijo arrodillándose para ayudar a Herman a ponerse los zapatos. — Será para mí un placer acompañarle, señor.

Por un instante Herman frunció las cejas. Creyó, en un primer momento, que Castro iría a su apartamento. De inmediato borró estos pensamientos con una mueca. Los modales de Durán lo habían transportado al pasado; pero los doctores, en la actualidad, no se desplazaban por algo como eso, preferían revisar globalmente a sus pacientes en los laboratorios que usaban como sus consultorios.

Si continuaba así, él no olvidaría jamás los viejos tiempos, cuando tenía una casa toda para si y calculaba su fortuna partiendo de lo que poseía, y no conjeturando acerca de los tesoros que podría acumular dentro de sí para el futuro. ¡Se estaba volviendo pueril! Ya pregustaba el placer de tener todavía a Alberto manejando su carro. Siempre le había gustado, más que cualquier otra cosa, desplazarse en su vehículo guiado por un chofer… aunque estos ya habían pasado de moda, él continuaba recordando disfrutar el dejarse llevar “por ahí” por Alberto…

En la actualidad había adquirido la costumbre de desplazarse a pie, como muchos otros. De todas maneras, aún con todas las modernas medidas de seguridad, tan eficaces, siempre existía una mínima posibilidad de un incidente; ¡y él no tenía ninguna intención de transcurrir lesionado su larguísimo futuro!

Le espero, señor — se ofreció Durán cuando parquearon frente al bajo edificio de la Sección Médica. Era un respeto casi demasiado grande… en absoluto tranquilizador. Herman bajó del carro y se dirigió hacia la entrada con paso incierto. ¿Estaría de verdad en tan mal estado? Bien, lo sabría pronto. Encontró el consultorio casi de inmediato. Las paredes de la sala de espera estaban cubiertas con todos los diplomas que el doctor Castro había coleccionado a lo largo de trescientos años de ejercicio profesional. Herman se sintió mejor al constatar que Castro no era un médico de la última generación.

El doctor en persona se hizo presente, aún antes de que la enfermera lo atendiera, y lo guió hacia una habitación decorada con un escritorio de estilo ortodoxo, y unas sillas con alto espaldar que casi escondían el laboratorio ubicado más allá del mobiliario.

El doctor escuchó atentamente la historia que Herman le contaba, mientras la enfermera le tomaba una muestra de sangre con una minúscula aguja y detrás de él unos artefactos comenzaron a funcionar.

Entiendo, por lo que me dice, que además del malestar, siente aprensión por la aparición de algunas canas. — Dijo Castro. Y, mirando a Herman exhibió una ligera sonrisa. — Podía usted suponer que la gente no los notase, en estos tiempos. Déjese observar.

Lo miró e inició el test. Algunos eran viejos y Herman los recordaba. Reflejos de las rodillas. Presión sanguínea. Pulsaciones y fluoroscopio. Los otros comprendían el uso de pequeños aparatos complicados que se desplazaban sobre su cuerpo, mientras los medidores oscilaban arriba y abajo. El análisis de la sangre ya estaba listo y Castro lo examinó para luego volver a hacerle otras pruebas y revisiones. Al final asintió lentamente:

Hipercatabolismo, naturalmente. Ya lo suponía. ¿Cuándo hizo su último rejuvenecimiento? ¿Quién se lo hizo?

Hace más o menos diez años — informó Herman. Sacó su documento de identidad y se lo entregó al doctor para que lo examinara:

El decimosexto.

Algo no marchaba bien, lo percibía claramente. Volvió a sentir esos síntomas de pánico: sentía las venas pulsarle en el cuello, y la respiración se estaba haciendo difícil. El sudor comenzó a manar por las exilas y se secó las manos sobre los pantalones.

¿Ninguna particular tensión emotiva durante el tratamiento? ¿Alguna gran emoción en su vida?

Herman reflexionó con mucha concentración, pero no recordaba nada de todo eso. Negó con la cabeza y el doctor frunció ligeramente las cejas.

¿Quiere decir que no se logró el efecto deseado? Pero yo no he tenido ninguna situación traumática, doctor. He sido parte del primer millón de tratamientos, en la época en la cual una gran cantidad de personas no lograba rejuvenecer del todo, pero nunca tuve ningún verdadero problema.

Castro consideró estas palabras, hesitó y luego asintió, como si estuviese reordenando las ideas:

Aun así, no encuentro otra explicación. Usted sufre de una ligera forma de angina, nada preocupante, pero típica, junto a otros síntomas, de la vejez. De alguna manera deduzco que el tratamiento no ha alcanzado su total eficacia. Es posible que haya existido, de su parte, un obstáculo inconsciente, una infección no diagnosticada a tiempo, y hasta, quizás, un error en el mismo tratamiento. Es muy raro, lo sé, pero no se puede excluir la posibilidad que pueda suceder.

Examinó de nuevo todos los resultados, luego sonrió:

De manera que le haremos un nuevo tratamiento… Podríamos comenzar de una vez, si está dispuesto.

Por un momento Herman pensó en Durán que lo estaba esperando; pero esto era más importante. Después de todo no era una tontería su envejecimiento. Pero ahora, en pocos días, hubiese readquirido el viejo… No, ¡el joven yo!

Pasaron del consultorio a un laboratorio más grande mientras Herman se quedó afuera esperando. Castro, otro doctor y un técnico se enfrascaron en una interesante conferencia mientras consultaban una y otra vez los resultados de los exámenes. Él se impacientó por cada instante que pasaba, era como si el fantasma casi olvidado de la vejez apareciera a su lado marcando los segundos. Por fin ellos salieron y Herman fue conducido a la quieta habitación del rejuvenecimiento, le instalaron los auriculares y le fijaron los sensores en la cabeza. Se le inyectaron, sin dolor, los narcóticos en los brazos y la luz chispeante de los monitores fue sincronizada a la frecuencia de sus ondas cerebrales.

Procedimiento este nada parecido al primero. En aquel entonces fueron necesarios meses de entrenamiento mental, seguido por otros meses sometido a una suerte de elemental hipnosis mecánica.

En alguna parte del cerebro debe existir una zona de la memoria que recuerda cómo son las células cuando son jóvenes. O quizás la presencia está en las mismas células y el cerebro solo sirve para revelarla. La ciencia había logrado descubrir este hecho, y también constató que la mente es capaz de producir cambios físicos en el cuerpo. De esta manera se había podido lograr curaciones milagrosas como, entre muchísimas otras cosas, borrar el cáncer de la vida de los hombres: un cerebro, adecuadamente preparado, puede ser alcanzado por debajo de su nivel consciente y ser obligado a cooperar.

Se lograron curaciones consideradas, durante milenios, imposibles; hasta se pudo eliminar las cataratas en ojos ya absolutamente ciegos, en pocos minutos; pero para descubrir el mecanismo del cerebro que opera milagros parecidos, fueron necesarios una enorme cantidad de estudios y muchos más para encontrar la manera de controlarlo.

En la actualidad el tratamiento se cumplía con el concurso de docenas de aparatos en paralelo con las sugestiones hipnóticas en sesiones ortodoxas: después de lo cual el cuerpo sufría una transformación total en el transcurso de una semana.

En efecto, con toda esa dotación técnica y científica resultaba imposible equivocarse. Esta vez no surgiría ningún error… estaba convencido…… era muy fácil controlar su mente…….. podía relajarse cómodamente…………

Concluyó el tratamiento sin percibir ni siquiera un dolor de cabeza, pero el rostro cansado de los operadores, mientras le quitaban las sondas, le hizo comprender que había sido un tratamiento largo y complejo. Se estiró, tocándose, con la eterna ingenua esperanza de sentirse joven de nuevo. Pero esto, naturalmente era imposible. Debía soportarse el trascurrir de algún tiempo para que el cerebro pudiese actuar sobre todas las células y reparara los deterioros de los años transcurridos.

Castro lo condujo de nuevo a su consultorio, en el cual se le aplicó una inyección de algo y se le tomó una nueva muestra de sangre y se le hicieron otra vez todas las pruebas. Al concluir el doctor asintió:

Esto es todo por ahora, señor Herman. Regrese mañana temprano cuando ya habré analizado meticulosamente todo esto. Sabremos entonces si será necesaria la prolongación del tratamiento. ¿Podría ser a las diez?

Pero, ¿estaré bien?

Castro sonrió y le aseguró profesionalmente:

— Hasta donde me alcanza la memoria, no hemos perdido un solo paciente en dos cientos años.

Durán todavía lo estaba esperando, leyendo un periódico cuya primera página era casi totalmente ocupada por la noticia del misil superluz rescatado y por lo que ese hecho hubiese podido significar para la humanidad. Le dio una rápida mirada a Herman y señaló el periódico:

¡Gran acontecimiento este, señor Herman! ¡Quizás algún día podremos todos visitar los otros mundos con más comodidad! — Luego observando a Herman más atentamente:

¿Señor, está todo bien ahora?

El doctor ha dicho que todo está bien —le aseguró Herman.

Fue en ese momento que, por primera vez, se dio cuenta que el doctor no había dicho eso exactamente. Es decir que cuando se nos dice que un rayo no había caído jamás sobre una casa, no se nos está diciendo que jamás sucederá eso. Había sido una respuesta evasiva a dar esa impresión.

La preocupación lo atormentó durante el regreso. Ya en el club había corrido la voz que él había sufrido una suerte de ataque, y surgieron preguntas interminables que contribuían a recordárselo constantemente. Y aunque él lo había explicado una y otra vez, se consideró perseguido por las miradas de los otros y se sintió como debía sentirse Casal en sus momentos de pésimo humor.

Encontró una mesa individual en el comedor y comenzó a comer escuchando los comentarios que se hacían acerca de él, solo cuando era inevitable porque le interpelaban directamente.

Solía sostener la idea del club en oposición a la de la familia privada. Un individuo, aquí, podía encontrar y escoger un grupo, crecer y desarrollarse en él. Además no era absorbido completamente por él, como solía suceder con la familia. Herman había vivido aquí por casi un siglo y no se había arrepentido. Pero esta tarde su grupo le irritaba. Se preguntó la razón, pero no encontró ninguna plausible. ¡Nadie les obligaba a ocuparse de él! Recordó la vez en la que sufrió un resfriado, antes de que la ciencia lograra definitivamente erradicarlo: Alberto había sido una verdadera molestia, corriendo de aquí para allá con varias panaceas, sin dejarlo por un solo momento en paz. Preguntas constantes acerca de cómo se sentía, continuas miraditas preocupadas, hasta el momento en el cual él tuvo que regañar al muchacho. Tuvo que gritarle, literalmente. Curioso, pero no lograba ya imaginarse perder la calma de esa manera… Los hijos provocaban actitudes y emociones extrañas en un hombre.

Escuchó un cúmulo de especulaciones después del almuerzo, pero las había escuchado todas muchas veces, incluso una que se refería al mando no automatizado de los misiles superluz ; realmente no tenía deseos de hablar de nada, por lo menos no antes de saber el resultado conclusivo de los exámenes. Así que se despidió y se retiró a su apartamento. Necesitaba un buen sueño después de un breve relax.

Pero tampoco pudo lograr eso. Había conseguido reunir una de las más hermosas colecciones de piezas de ajedrez del mundo, pero esta noche no le interesaban. Cuando sacó las herramientas para tallar el delicado y precioso jade para la serie de piezas en la que estaba trabajando, sus manos parecían estar constituidas solo por pulgares. Ninguno de los intereses de otrora conseguían dar sabor a la riqueza de la vida actual.

Renunció y decidió ir a dormir con el ritornello de esa canción dando vuelta en su cerebro. Había sido una estupidez pensar en ella, naturalmente: ahora no lograría escapar de esta canción que hablaba de los años (¿o de los días?) que se hacían siempre más breves.

¿Podían realmente recortarse? ¿Sería posible estar expuesto a rejuvenecer menos cada vez? Sabía que había individuos con menor capacidad que otros para lograrlo. Raúl Méndez, por ejemplo. Raúl tenía cincuenta años, cuando finalmente había aprendido a colaborar con los doctores, y estos habían logrado regresarlo solo al nivel de treinta años en vez de los veinte, como normalmente sucedía. ¿Reduciría esto la tajada de eternidad que el rejuvenecimiento significaba? ¿Y qué le había sucedido a Raúl después?

¿Y si no era posible lograr más rejuvenecimiento? ¿Qué fue lo que falló en él? ¿Y por qué esa falla era irreversible? Luchó contra estas ideas, sin lograr esquivar la ansiosa preocupación que le generaron las palabras del doctor. Se levantó de la cama en la madrugada, con la angustia de querer mirarse en el espejo; ya habían transcurrido algunas horas y deberían poderse notar algunos resultados… No logró distinguir claramente si los había o no.

Su aspecto seguía igual, la mañana siguiente. Los surcos y las ojeras estaban todavía en su rostro. Buscó las canas, pero lo hilos traidores habían sido eliminados por el doctor y no encontró otros nuevos.

Se acercó al comedor pero se alejó de inmediato. No se sentía con ánimo para soportar de nuevo las miradas solícitas y preocupadas esa mañana también. Consideró seriamente la posibilidad de separarse del club. Probablemente una nueva vida familiar hubiese podido ofrecerle estimulantes y rejuvenecidos intereses. A lo mejor Lisa aceptaría volverse a casar con él.

Se detuvo tocado por la idea de que no había estado con una mujer desde… había olvidado desde cuándo. Y tampoco el por qué. Fantasías de un joven en primavera” pensó, y sintió un escalofrío. No había existido, para él, esta especie de primavera, no en este último rejuvenecimiento, ni en el penúltimo y tampoco en el anterior.

Trató de dejar  auto-asustarse y lo logró, parcialmente, hasta llegar al consultorio del doctor. Luego no fue más necesario buscar ese desagradable estímulo internamente: todo lo que no estaba bien era más que evidente, la sonrisa profesional de Castro era absolutamente aséptica. Vio como esa sonrisa se desvanecía mientras revisaba la serie de exámenes clínicos. En este momento no estaba la enfermera. La totalidad de los aparatos  funcionando y todas las puertas  cerradas.

Herman sacudió enérgicamente la cabeza interrumpiendo la perorata profesional del doctor Castro. Ahora que estaba seguro que había razones para tener miedo, la aprensión desapareció dejando el espacio ocupado por una frialdad que lo volvía insensible.

Preferiría saber toda la verdad, doctor — dijo, y su voz sonó muerta a sus propios oídos. — Lo peor primero: ¿El rejuvenecimiento…?

Castro suspiró, luego lució aliviado, al darse cuenta que no eran necesarios los giros retóricos:

Fallido… — dijo. Hesitó y luego apoyando las manos sobre la carpeta de los exámenes en el escritorio: — Completamente.

¡Sin embargo tenía entendido que eso era imposible!

Yo también. No quería creerlo. Pero ahora he descubierto que no es el primer caso. He pasado toda la noche en la Sección Médica, revisando las listas hasta encontrar hombres que lo sabían. Y ahora quisiera no haberlos encontrado. — Su voz bajó el tono y luego, después de un esfuerzo evidente, siguió: — Es un fuerte golpe también para mí, señor Herman… Bien, para simplificar diré que ninguna parte de la memoria es perfecta, ni siquiera aquella de las células. Disminuye un poco cada vez y el efecto es acumulativo. Es, en otras palabras, como una asíntota, mientras más avanza, más se curva… y usted avanzó demasiado.

Desvió la mirada de Herman para dejar la carpeta en la gaveta del escritorio pasándole llave:

No era mi intención decírselo, por supuesto. Es muy difícil anunciar al interesado un diagnóstico desagradable, cuando se tiene la certeza del mismo. Pero usted no es ni el primero y tampoco será el último, si esto puede servirle de consuelo. ¡Hemos dispuesto de muchísimo más tiempo de lo que estábamos acostumbrados, pero son solo siglos… ¡Para todos…! ¡No la Eternidad!

No era un consuelo, naturalmente. Herman asintió mecánicamente:

Por supuesto comprenderá que en este momento no tengo muchos deseos de hablar… solo pretendo respuesta concisas y directas… ¿Cuándo tiempo me queda?

Castro suspiró, vaciló, luego estirando las manos con desconsuelo:

Treinta años… quizás cuarenta. Podemos, por supuesto, hacerlos agradables. La geriatría todavía está a la cabeza de la ciencia médica. Nosotros podemos reparar el corazón y todo lo demás. Quiero decir que estará en perfecta condiciones físicas… mucho más y mejor de lo que estuvo su abuelo, por ejemplo.

Y al final llegará la… — Arturo no logró pronunciar la palabra Vejez.

Ya estaba viejo y debía continuar a ser más viejo… y al final ¡Moriría! Era un hombre presuntamente inmortal, que de pronto descubría que la muerte estaba cruzándose en su camino. Los años eran más cortos y se estaban yendo, le quedaban pocos.

Se levantó y le dio un fuerte apretón de mano:

Gracias, doctor — dijo, y se sorprendió al darse cuenta que pretendía decir exactamente eso.

El doctor Castro había hecho todo lo humanamente posible y le había evitado la angustia de la duda, de la incertidumbre que seguía creciendo inexorablemente para terminar desembocando, al fin, en una terrible revelación.

Afuera, en la calle miró al sol, luego a los edificios que habían sido construidos para durar miles de años y cuya eternidad ya no le pertenecía. Después de todo hasta su carro, en el cual se estaba montando, todavía sacudido por la noticia de su nuevo estado existencial, le sobreviviría. Comenzó a manejar mecánicamente, sin preocuparse en absoluto por los peligros que hubiesen podido surgir… ¡en este momento no tenían importancia! Para un hombre que había creído vivir para siempre, treinta años eran demasiado pocos para perder tiempo precioso preocupándose.

Se estaba acercando al club y comenzó a disminuir la marcha. Pero de pronto decidió seguir sin pararse. No podía correr el riesgo de escuchar preguntas a las cuales no sabría contestar. Por otra parte esto no era un problema de ellos. Duran era gentil, pero en este momento no tenía ganas de gentilezas. Siguió por el camino que lo conducía a la oficina. ¿Qué otra cosa le había quedado en la vida? Por lo menos allí podía llenar su tiempo trabajando… un trabajo que podría, todavía, ser útil.

En el mundo del futuro, los seres humanos necesitarían el adecuado manejo de la superluz, si decidían viajar por el universo con más frecuencia que en la actualidad. Él estaba en condiciones para poder contribuir a acelerar los progresos, aunque no lograría ver la culminación de los mismos.

No era un gran consuelo, pero era algo. Hubiese, además, podido estar tan ocupado hasta poder olvidar que el tiempo, esta vez transcurría, esta… ¡al fin!

La costumbre le llevó a cruzar las oficinas nuevamente hasta el escritorio de Beatriz, quien todavía estaba preocupada por su salud. Él preparó una sonrisa y, de alguna manera, salieron de sus labios las palabras adecuadas:

Fui al médico, Beatriz, así que puedes dejar de tratar de encontrar la forma de llevarme a la fuerza.

Ella le sonrió:

¿Quiere decir que se siente bien?

Como nunca — le informó. — Solo me han dicho que me estoy haciendo viejo.

Ella rio de manera todavía espontánea. Herman dudó un momento antes de hacer eco a su alegría… pero con otro tono y, acto seguido, entró en su despacho en el cual Beatriz ya había preparado el café.

Cosa extraña, todavía le gustaba.

Se dio cuenta que el proyector estaba apagado y se preguntó si él lo había dejado encendido o no. Presionó el interruptor y de nuevo encendió la pantalla mostrando a las personas sobre el extraño vehículo sin ruedas, en un extraño planeta. Por un momento lo miró sin pensar, luego se acercó un poco más. El rostro de Alberto no había cambiado mucho. Arturo lo había casi olvidado… pero todavía estaba ahí la misma carcajada. Su bisnieto también la tenía en su rostro… y la nariz de su abuelo, pensó. Curiosamente, no había visto jamás las fotos de sus bisnietos. Los lazos familiares solían desvanecerse completamente y demasiado aprisa en un viaje interestelar.

Sin embargo, parecía que no existiera ninguna merma de afecto en el caso de Alberto, y la foto mostraba a una familia y no un grupo de gente extraña. Una familia más bien agradable, en un mundo atractivo.

Volvió a leer el mensaje de Alberto advirtiendo, con otra predisposición anímica, la apología que hacía del planeta en el cual vivía y la invitación a reunírsele. Por un momento se preguntó si el doctor Casal no habría sido informado también del mismo diagnóstico por cualquier otro doctor. En verdad no tenía mucha importancia, pero hubiese servido para explicar muchísimas cosas.

Veinte años hacia Alfa Centauro, mientras el tiempo se hacía breve.

Luego de pronto la frase se completó por si sola: Los años se recortan y se convierten en pocos y preciosos…

Estos años que huyen habían sido preciosos en el pasado. Recordó, de pronto a su abuelo cuando lo tenía sentado en sus viejas rodillas atiborrándole, alegremente, de dulces que a él le habían sido prohibidos. En aquel entonces los años eran preciosos para el viejo.

La voz de Beatriz se hizo escuchar por el intercomunicador:

Jordano quiere hablarle — anunció con la conocida irritación en el tono de voz. — Le he dicho que no… Pero insiste.

Herman encogió los hombros con indiferencia, luego estiró el brazo para apagar en visor. Pero no lo hizo y por un capricho lo mantuvo fijo sobre la fotografía. Observó una vez más el grupo y luego activó el monitor para comunicarse con Jordano.

No le dio tiempo para que pudiese exponer su problema.

Jor — exclamó — comienza la construcción de tu astronave. ¡Encontré al voluntario!

Miró la cara sorprendida del hombre del monitor, y supo que su decisión no se había madurado en este instante. Desde la primera vez que comenzó a sospechar de la existencia de su problema, algo dentro de él le había empujado hacia esta decisión.

Quizá no se obtendrían buenos resultados… Posiblemente la astronave no funcionaría… Pero treinta años era un número que un hombre podría arriesgar… si existía una pequeña posibilidad que la nave pudiese alcanzar el mundo de Alberto…

Así, pues, hubiese podido conocer a sus bisnietos y ver a su hijo este año. Posiblemente le habría dicho la verdad, después de haber festejado el acontecimiento. Sin duda habría otros bisnietos… Con la astronave hubiese tenido el tiempo suficiente para verlos a todos. ¡Un montón de tiempo! ¡Treinta años era un largo tiempo… un tiempo largo y precioso!

Fin

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Ermanno Fiorucci

Lector empedernido de Ciencia Ficción cuando queda tiempo y Escritor por esa necesidad primaria de decir lo que pienso adaptado en un contexto muchas veces menos extraño que la misma realidad. Admirador sin titubeos de Isaac Asimov y Jean Paul Sartre. También conocido por mis amigos como "El Sire".

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6 comentarios

  1. Me interesó la idea del control mental para afectar el cuerpo, me sonó a «retro futurismo». Sin embargo se planteó una idea que me ha rondado la cabeza sobre la inmortalidad orgánica incompatible con el ser humano… Creo que no estamos hecho, o no hemos evolucionados para, ser inmortales. Por más que no envejezcamos y no nos enfermemos, creo que tarde o temprano nos aburriríamos, dejaríamos de ser psicológicamente humanos, y nos combertiríamos en máquinas orgánicas o simplemente nos suicidaríamos. Se me ha ocurrido como terapia alguna clase de inducción de borrado de memoria, o transmigración mental.
    Si si, ok, flashee, jaja!

    • En efecto, Joaquín, el tema de la inmortalidad la abordó, de manera magistral, Simone de Beauvoir en su novela «Todos los hombres son mortales» cuyo título usé en el cuento. Ella, como usted y yo coincidimos que esa condición es una utopía por cuanto sostenemos que la trascendencia del ser humano como ente creador depende precisamente de su ciclo existencial finito. Gracias por su interesante comentario

  2. sorprendente, lucido,cruel con los rasgo de la vida que nos queda, pero sabio con la decisiones de disfrutar a quienes amamos, muy buen cuento mi querido Sire,creo que vivir esos años, tener ese poder de ordenar a nuestro cerebros cambios seria la finalidad que todos buscan en la eterna juventud felicitaciones disfrute leerlos

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