Los Cuatro Testigos del Apocalipsis

Nuestro estimado amigo y colaborador, el escritor Venezolano Joseín Moros también está participando en esta edición del Desafío del Nexus con una nueva historia y no faltaba mas, su propia ilustración:

Melancolía 01 copia

Los Cuatro Testigos del Apocalipsis

Autor: Joseín Moros

¿Debe ser el apocalipsis un evento de gran violencia y destrucción?

¿No es posible que todo termine con la mayor tranquilidad aparente?

¿Podría la humanidad, en el fin de los tiempos, desear que todo termine?

¿Y la inteligencia artificial? ¿Vería el apocalipsis de manera diferente a como lo hacen los seres humanos?

Feeneal estaba siendo vigilada por los “bedeles”, —con ese apodo, desde eones atrás, la gente común llamó a las inteligencias artificiales encargadas del mantenimiento de mundos enteros.

Ella estaba desnuda y cumplía mil años de edad. Desde los 845 supo que el universo a su alcance estaba solo; al igual que la galaxia. No existía persona alguna con quien pudiera comunicarse a través del “no tiempo”. Se detuvo frente a un ventanal, luego de caminar con dificultad, y mucha lentitud, a través de la gigantesca mansión. Miró el amanecer del planeta ANICE-9055. En pocos minutos las llamaradas rojas del astro SOGE-5392, iluminaría las hermosas playas bajo el risco, cubiertas de arena dorada y con reflejos esmeralda en las formaciones coralinas. A unos cincuenta kilómetros vivieron sus vecinos más cercanos, una pareja de edad parecida a la de ella. Nunca los vio en persona y jamás lo intentó.

***

En el planeta NICEN-1408, en el borde exterior del brazo de Sagitario, y a centenares de niveles bajo tierra, ORUGA6, la inteligencia artificial que allí gobierna toda estructura, mantiene una eterna conversación con los millones de sus iguales repartidos por la galaxia. ORUGA6 tiene casi un millón de años, fue construido por seres humanos venidos desde 100.000 años luz. Igual que sus congéneres mecánicos, inmersos en planetas naturales, reformados y artificiales, todos fueron diseño de los conquistadores de la Vía Láctea.

ORUGA6 habló, en el lenguaje de la gente de la Tierra.

— ¿Qué hemos omitido? —Dijo, y en el mismo instante, en toda la galaxia, fueron recibidas sus palabras—. Nuestro décimo experimento con doscientas mil poblaciones de clones falló.

En ningún momento, de la historia galáctica, se pudo viajar a velocidad superior a un tercio de la lumínica. Sin embargo, desde un principio de la expansión de la humanidad, fue descubierta la técnica para comunicarse de manera semejante a la radial, a través de lo que llamaron los científicos el “no-tiempo”, y combinando esta facilidad comunicacional con la hibernación de colosales tripulaciones, en el primer millón de años casi la mitad de la galaxia contó con enormes colonias humanas encargadas de reacondicionar los planetas más factibles de habitar.

— ¿Tal vez debemos insistir con la modificación de los cerebros de cada clon? —contestó, preguntando, NIGO22, residenciado en el subsuelo de GUREN-3, un planeta algo mayor que la Tierra, girando alrededor de una estrella ubicada en el brazo de Perseo.

—No vale la pena, sabemos que su inteligencia no superará la de un delfín —interrumpió ATIJO9, domiciliado en RATUR-61, planeta artificial viajero, flotando muy fuera de la galaxia y con vista hacia el brazo de Orión.

—Ya probamos todo, tal vez llegó el momento de tomar la decisión —intervino ROL3, desde un planeta restaurado, NOSTE-8, con el aspecto de una burbuja de agua salada. El decano del grupo intentaba plantear un tema, eludido por toda la población de inteligencias artificiales diseminadas por la Vía Láctea,…desde la muerte del penúltimo ser humano.

—Tengo una pregunta —interrumpió ORUGA6—. ¿Conocen los últimos resultados del experimento con primates?

—Otro fracaso— contestó el viejo ROL3—, aunque la inteligencia de los individuos aumentó, por desgracia no desarrollaron la reflexión de conciencia que los hiciera análogos a seres humanos.

El consejo de los cuatro artificiales se prolongó, continuaban sin comprender qué estaba ocurriendo. El rumor de las conversaciones, entre los que se podrían denominar “bedeles espectadores”, resonaba en el espacio virtual creado por aquellas mentes. Todos imaginaban el mismo escenario para el encuentro: una llanura infinita, cubierta de hierba, iluminada por un cielo azul cerúleo, con un estrado color madera y cuatro sillas de material transparente. Allí estaban los cuatro líderes y a su alrededor los millones y millones de espectadores. Uno por cada mundo. Tenían la misma indumentaria: un mono ceñido, del color de las muertas hojas de otoño. Los cuerpos no mostraban rasgos de sexo alguno. Sus cabezas eran diferentes unas de otras, lucían sin cabello, barba, cejas o pestañas, las fisonomías variaban de manera similar a las personas en una calle congestionada, resultando más o menos fáciles de identificar. Lo curioso era que ninguno de ellos, en la realidad, tenía ese aspecto, sólo eran gigantescos cerebros electrónicos instalados en súper estructuras blindadas, bien guarecidas, en cada mundo natural o artificial.

Como en una obra teatral aburrida el público fue desapareciendo, sin protestar y mucho menos aplaudir. Al final los cuatro quedaron solos.

***

Desde el momento cuando la humanidad conquistó las llanuras de Marte, la sobre poblada Tierra se desbordó en el planeta rojo. En pocos milenios también Marte quedó saturado de gente y las guerras surgidas, utilizando autómatas de toda clase, fueron insuficientes para controlar el aumento de población. Por añadidura, la tecnología logró dominio sobre las enfermedades y cualquier persona tenía una esperanza de vida cercana a los quinientos años, mejorando cada siglo hasta que cesaron las investigaciones. Casi de manera simultánea, los adelantos en la velocidad del viaje espacial, la magia de la comunicación radial por el “no-tiempo”, y las avanzadas técnicas de hibernación, abrieron puertas para la conquista de la galaxia.

En paralelo con estos progresos, la inteligencia artificial fue tomando control de planetas enteros. Los seres humanos se convirtieron en cómodos propietarios de una confederación de mundos, donde no tenían necesidad de trabajar para vivir. La única ambición, en cada persona, fue contar con más espacio; la proximidad de sus congéneres causaba angustia, como una reminiscencia de un pasado de sobrepoblación, hambruna y enfermedad.

Y así transcurrieron millones de años. Las personas, con gran facilidad, vivían hasta alcanzar un par de milenios de edad y contaban con viviendas inteligentes, donde rara vez se cruzaban con otros seres humanos. Las relaciones necesarias se realizaban a través de imágenes virtuales: universidades, centros de investigación, clubes, incluso ejércitos, se reunían en el espacio virtual. Los matrimonios, por contrato de tiempo limitado, fue práctica común en aquella cultura y alejar los hijos a temprana edad se tornó en un desahogo necesario. ¿Cómo se llegó a este comportamiento? Nadie se preocupó de averiguar. En un universo donde las máquinas satisfacen tus necesidades materiales, no necesitas a nadie a tu lado, al menos de manera física.

El problema surgió silencioso, imperceptible por largo tiempo: de repente comenzó a escasear gente para poblar nuevos mundos y la expectativa de vida disminuyó sin causa aparente; las personas morían cada vez más jóvenes. Algunos dirigentes humanos tomaron medidas, con poco interés, y las inteligencias artificiales continuaron investigando, era su trabajo asumir las tareas inconclusas. Al parecer a la humanidad dejó de importarle la conquista de la Vía Láctea.

Los “bedeles” introdujeron incentivos: traslado bajo hibernación a mejores planetas situados a miles de años de viaje, garantizando más espacio libre y más robots al servicio de la pareja por cada hijo. También repitieron experimentos para clonar seres humanos. Nunca lograron obtener un clon que no enloqueciera al cabo de poco tiempo. También intentaron evolucionar primates, los individuos obtenidos resultaron bipolares en extremo; pasaban de profundas depresiones a furias asesinas.

Con desgano, los “bedeles”, en los últimos quinientos mil años, llevaron a hibernación personas escogidas al azar, pero los parámetros de mortalidad no mejoraron con la vida en suspensión. Los durmientes se apagaban, como linternas que sus baterías hubiesen perdido la carga de manera paulatina, a pesar de no presentar patología alguna.

Cuando planetas enteros quedaron deshabitados, un intento de reducir la distancia física entre las personas empeoró la situación en los lugares donde fue practicado: hubo asesinatos y suicidios masivos, incluso atroces actos de canibalismo.

Al final, en toda la Vía Láctea, sólo quedó una persona; por azar, joven y de sexo femenino. Su nombre fue Feeneal 739117K, en el planeta ANICE-9055, estrella SOGE-5392, en el brazo de Orión.

Feeneal, al momento de convertirse en el último ser humano vivo, tenía 845 años de edad y en soledad, como nadie nunca antes, llegó a su cumpleaños número mil.

***

El cuerpo redondo de Feeneal proyectó sombra, alargada como un dedo gigantesco, en la penumbra del pasillo. Una figura, algo similar a ella, en cuanto a redondeces, caminó hasta su proximidad.

—Feeneal —dijo, con voz chillona, el rechoncho autómata gris metálico; parecía un maniquí sin señas de género masculino o femenino—, es momento para la terapia de liposucción, la has retrasado casi un año. Podrás dormir varios días, mientras corregimos tu figura y cambiamos riñones y páncreas.

—No quiero, B9. Oscurece la ventana, me molesta esa luz.

— Encontré un juego muy antiguo —agregó la máquina—, fue creado al principio de la conquista espacial.

Feeneal mostró un pequeño movimiento de interés, sus carnes ondularon al dar un paso y una pierna estuvo a punto de fallarle.

—Ya viene la silla —dijo B9.

Flotante y silencioso, un enorme sillón venía detrás del robot. Se situó tras de la mujer y tomó la forma de sus asentaderas, muslos y espalda. Ella se dejó caer y el enorme peso fue llevado a la posición de sentada, como si lo hubiera hecho una formidable mano elástica y flexible. La cabellera, rala y grasosa, cubrió parte de la cara de Feeneal.

B9 trotó detrás del transporte. Era muy ágil, contradiciendo su exterior voluminoso. Desde millones de años atrás, todo autómata humanoide tenía tal aspecto; las personas rechazaban las figuras estilizadas.

Al llegar a una puerta dorada, el cuerpo de Feeneal fue rodeado por suaves abrazaderas de seguridad y su cara quedó cubierta con una máscara negra, interrumpiendo su visión. La puerta se deslizó en completo silencio. Entraron a un salón vacío, donde con facilidad habría cabido un edificio cúbico de cinco pisos. El sillón se elevó hasta el centro del espacio interno de la construcción; las paredes, techo y suelo eran grises, pero se fueron tornando marrón caoba y la claridad comenzó a disminuir. La mujer en ningún momento intentó quitarse la máscara, no habría podido soportar la visión de un espacio vacío tan grande.

Sonó una melodía, en apariencia producida por instrumentos de viento, y la máscara se retiró de la cara de Feeneal. Ella miró a su alrededor, vio un paisaje oscuro y crepuscular. La rodeaba una llanura cubierta de hierba alta y verdosa, azotada por el viento. Feeneal se encontraba en la corona de una torre de piedra y no experimentaba molestia sobre la piel desnuda. Movió la mano izquierda y una gaveta se abrió, repleta de bocadillos y bebidas. Comió y bebió, mientras la silla giraba en redondo y ella se familiarizaba con el paisaje. Sus manos quedaron pegajosas, movió un pulgar y tocó el dedo meñique. La acción dio comienzo, a unos treinta metros bajo ella. Los números de un cronómetro, y otros indicadores, brillaron en el horizonte.

Era una batalla de magnitud portentosa, y Feeneal ya había comprendido la complejidad de las maniobras planteadas por los bandos en pugna. Mientras masticaba y empuñando un vaso de líquido espeso, apuntó con el índice al grupo que decidió fuera suyo; los millardos de guerreros miraron hacia ella, levantaron lanzas, macanas, espadas, hicieron que sus extrañas cabalgaduras se pararan en dos patas, y saludaron a su reina. El rugido de las voces casi la alegró. Sus ojos, empequeñecidos por la grasa acumulada en los párpados, se redujeron aún más, mientras analizaba los obstáculos interpuestos por el bando contrario, que se parapetaba detrás de fosas sembradas de púas.

Muchas horas transcurrieron, los escenarios cambiaban de manera sorpresiva, mientras los niveles de dificultad se incrementaron con rapidez. Con frecuencia vomitó para continuar comiendo, también vació su vejiga e intestinos y los mecanismos del sillón se encargaron de asearla. Llegó un momento en que no podía sostener los alimentos y apenas movía los dedos, encalambrados, para realizar violentos cambios en las jugadas. Por tres veces estuvo a punto de perder, pero la visión de sangre corriendo y retumbar de aullidos agónicos, la excitaba y sus contra ataques fueron demoledores.

Cuando se erigió en reina victoriosa, llegó el premio: el sillón introdujo en su cuerpo una cadena de espasmos de placer que la dejaron casi desmayada. No fue novedad, desde siempre, todos los juegos finalizaban de igual manera.

Entonces lloró, sus lamentos repercutieron en el paisaje virtual cubierto de cadáveres. Segundos después se quedó dormida y comenzó a soñar.

Vio su único hijo, al momento de ser trasplantado, como embrión diminuto, a una incubadora. Cuando nació, en realidad cuando lo extrajeron de la máquina, no pudo soportar las incomodidades que representaba y lo cedió al hospital de la región. Entonces, en el sueño, lo vio al momento de ser introducido en la cámara de hibernación, ya con ciento quince años de edad, rumbo a un planeta a cinco mil años de viaje por el espacio, acompañado de al menos doce millones de colonos. Trescientos años atrás le llegó la noticia de su defunción, sin haber despertado. Fue uno de los últimos en dejar de vivir, mientras dormía, en aquella flota conquistadora.

El sonido del tema musical, de uno de los juegos virtuales más populares, la despertó. Abrió los ojos y de inmediato supo qué pasó. Había ocurrido muchas veces en su milenio de vida.

—Tuve que operarte, Feeneal —dijo B9, parada a un lado de la cama; la mujer yacía sobre el mismo sillón donde se había quedado dormida—, tienes riñones nuevos, páncreas, articulaciones de las rodillas, y cuero cabelludo, te lo arrancaste en manojos y muchos folículos se habían dañado.

No contestó, casi eran las mismas palabras de anteriores oportunidades. Se levantó con torpeza, no necesitó espejo para saber cómo era su aspecto. Si hubiera existido alguien no familiarizado con lo ocurrido, le habría sido imposible reconocer la nueva Feeneal. Tenía menos de la mitad de sobrepeso, con cabellera sana, en lugar de los mechones manchados de sangre y grasa que días atrás ostentaba. Su olor habría sido soportable para este espectador imaginario, aunque con seguridad le aconsejaría un largo baño y cosméticos, de los que dejaron de fabricarse mucho antes que la gente comenzó a morir sin razón conocida.

Continuó desnuda. Bamboleante llegó hasta el comedor, acostumbrada a que por siempre una mesa bien dotada la esperaba. Un lejano ventanal dejaba entrar luz solar. Con sólo el movimiento de su mano inició el oscurecimiento de los cristales.

B9 llegó hasta ella cuando Feeneal ya se había hartado de comida y se estaba encogiendo en el suelo, bajo la mesa, como un perro en su rincón preferido.

—No quiero despertar, B9. Ya lo decidí —dijo la mujer, y comenzó a roncar.

El redondo autómata permaneció inmóvil, mientras esperaba instrucciones. B9 no tenía capacidad para analizar la situación, tampoco sabía que en ese momento los cuatro “bedeles” estaban votando. Por unanimidad aceptaron la decisión del último humano de la galaxia. No había otros seres vivos inteligentes, lo sabían, los habían buscado largo tiempo, y dejaron el plan inconcluso.

B9 hizo brotar una pequeña aguja de uno de sus dedos, y rozó, con mucha suavidad, la nuca de la mujer enrollada en posición fetal. Después, con facilidad, la levantó para introducirla en el horno crematorio de la mansión. Entonces permaneció allí, de pie, como una estatua, esperando instrucciones que nunca llegaron.

Y pasaron docenas de milenios, tiempo despreciable en comparación con los millones de años que había existido la raza humana.

***

Los cuatro estaban sentados en las sillas sobre el estrado. El paisaje continuaba igual. En la llanura quedaban algunos cientos de “bedeles”; de vez en cuando uno de ellos se acostaba sobre la hierba, asumía posición fetal y desaparecía, como un pensamiento arrastrado por el aire virtual, hasta que la llanura quedó vacía de ellos.

ROL3, el decano del grupo, sentado en la misma silla de siempre, habló con lentitud a sus tres compañeros.

—Fuimos creados a imagen y semejanza de los seres humanos, pensamos y sentimos de similar manera, no lo podemos evitar. Hay preguntas sin respuesta ¿Qué perdimos? ¿Qué búsqueda abandonamos? ¿En qué dejamos de creer? ¿Alguna otra idea nos convenció? Al igual que nuestros creadores, no hay proyecto alguno que nos motive a seguir existiendo para llevarlo hasta el final. Tras de nosotros dejamos un descuidado sendero de planes inconclusos, igual que ellos aparentamos entusiasmo en los inicios, pero en el fondo sabemos que no terminaremos la tarea. Ya nada les importaba, tampoco a nosotros.

Los cuatro se enrollaron en el suelo, como fetos calvos y flacos. Y desaparecieron junto con el paisaje.

Y los milenios transcurrieron, luego los millones de años. Las huellas de la humanidad quedaron borradas de la galaxia. Si alguien pudiera verla, desde lejos, le parecería un lugar donde nada importa. Allí no ocurrió una derrota, sólo fue un proyecto inconcluso.

FIN

Muchas gracias a Joseín por esta nueva colaboración.

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Joseín Moros
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