Los Artistas de la Carne

El escritor Venezolano, Joseín Moros, vuelve a la carga nuevamente este mes con un nuevo relato para el Desafío del Nexus:

Los Bioartistas 02 copia

Los Artistas de la Carne

Autor: Joseín Moros

Los seres humanos somos los artistas del reino animal, nuestra mente puede encontrar belleza en las tareas más terribles. Y en la creación de clases sociales, nuestra creatividad se supera de manera continua.

En la egoísta búsqueda de la felicidad, ninguna perversión nos detiene. Podemos esclavizar especies por milenios, modificarlas para nuestro placer, cruzando sus individuos a nuestro gusto. También lo hemos hecho, y lo hacemos, con nuestros congéneres; no hay límite, recordemos que somos los genios artísticos de la creación.

Para nosotros el concepto de crimen es algo fácil de moldear, como el barro, que dicen algunos mitos, fue utilizado para crear el primer hombre.

El viajero arribó en la noche al planeta Tierra. El gigantesco taxi-oruga tardó más de cuatro horas desde el espacio-puerto hasta la avenida Clon-ar-ra, al otro lado de la desierta y oscura ciudad, bajo una lluvia demencial, con vientos que hacían danzar ráfagas horizontales frente a los faros.

Tanta agua desaprovechada —pensó Onic, quien había nacido en el seco Marte, al igual que sus veinte generaciones anteriores—. ¿Por qué no iluminan las avenidas? Así debe ser uno de los infiernos.

La ciudad Kem-ar-kem fue abandonada hace mucho, por voluntad propia de sus habitantes. Como ésta metrópoli existen innumerables en todo el planeta y el viajero nunca había visto siquiera una imagen de alguna de ellas. Onic —así es el diminutivo de su nombre—, no ignoraba que en la actualidad hay gente en el fondo de los océanos y en las estaciones espaciales más allá de Marte, también sabía que el planeta rojo fue colonizado antes del éxodo que dejó libre, de hacinamiento humano, la superficie de los continentes. No obstante, en la súper metrópoli Kem-ar-kem, sobrevive un minúsculo suburbio de bioartistas; la razón es muy simple: aunque en todo el sistema solar está prohibido practicar tal clase de actividad, la ley allí lo permite; esto es debido a un milenario decreto imperial, instituido cuando el gremio de esta ciudad logró crear el primer soldado inmortal, un clon de alto nivel intelectual, cuyo organismo, joven por la eternidad, está dispuesto a morir por el Kaz-zar-raz-ken-zan y sus descendientes, por considerarlo su Dios-Padre y Líder Predestinado de la humanidad.

La avenida Clon-ar-ra cuenta con seiscientos cuarenta y dos modestos edificios —de unos quinientos niveles, como promedio—, habitados por clanes conformando el gremio Clon-kar-kem. Son gente muy tradicional, se nota en el respeto a usanzas milenarias en cuanto a indumentaria. Las estancias de los talleres están bajo tierra, más profundas en proporción al nivel artístico de los adeptos.

Hasta allí llegó, por primera vez de visita en la Tierra, y proveniente de las minas marcianas, el comerciante de gemas preciosas, de nombre Onic-mar-sen-mar, recién enriquecido gracias a un favorable matrimonio.

Onic —así lo llaman sus pocos amigos—, lleva en la mente un plan, de naturaleza ilegal en cualquier otra parte del sistema solar.


Bajo relámpagos y truenos ensordecedores, las patas del taxi-oruga dejaban profunda huella en el barro sobre las avenidas oscuras. Árboles, con troncos casi tan gruesos como el taxi-oruga, yacían derribados por el vendaval. De vez en cuando Onic sintió el impacto de alguna rama contra el sólido vehículo, un hibrido biológico-mecánico. Durante la mayor parte del trayecto, desde el espacio-puerto, la visibilidad había sido casi nula; algunas veces, a través del ventanal de la cabina, logró vislumbrar siluetas de rascacielos descomunales con miles de ventanales, y le parecieron colmenas abandonadas por monstruosas avispas. Hasta que llegaron al barrio de los bioartistas.

¿Porqué está prohibido usar pequeños transportes voladores? —, siguió pensando—, nadie lo dice, por lo visto es para dificultar la vida humana en los continentes.

En la parte delantera de la cabina blindada, solidaria con el esqueleto del animal, había un conductor, mezcla de clon humano y máquina. Onic se figuró que debía ser una copia de algún antiguo taxista, quien donó o vendió sus células, y clave genética, para ser inmortalizado por los bioartistas. Por supuesto no pertenecía a la categoría de clon-inmortal, aquellos sólo eran utilizados en los ejércitos imperiales. Sus ojos sobresalían como objetivos de telescopio y en el centro de la frente había un círculo facetado, para aumentar su espectro visual.

—La tormenta concluye en cuatro horas —dijo el taxista, por un instante giró la cabeza ciento ochenta grados, y volteó de nuevo hacia el ventanal delantero—, ya estamos en territorio Clon-kar-kem, un sector que ocupa un tres por ciento de la ciudad abandonada, por eso puede ver tanta iluminación en las calles.

¿Cuál iluminación?, —se preguntó Onic—. Hasta un murciélago de las minas de Marte estaría perdido en estos callejones asquerosos.

La mayoría de las ventanas, en las construcciones, tenían luz, desde el primero hasta el último piso de los estrambóticos edificios. Onic se figuró que allí habían olvidado el uso de la línea recta. Las edificaciones le parecieron pepinos negros, agujereados de manera irregular. Y para empeorar la sensación de encierro, las calles lucían estrechas, como efecto de la proximidad entre rascacielos.

—Bajo la luz del sol, y con más de treinta y nueve grados de temperatura, la ciudad le parecerá diferente —continuó el clon-máquina, quien pareció intuir su pensamiento—. Si va a las calles, le recomiendo pasear en las mañanas y al atardecer, sin olvidar su traje aislante. Hay demasiado calor y humedad al medio día, y gente impredecible en horas de oscuridad.

— ¿Tienen delincuentes entre los bioartistas? —preguntó Onic, un poco alarmado.

—Los límites entre lo legal y lo ilegal aquí son diferentes. Pero tenemos muchos visitantes que vienen por negocios importantes.

— ¿Qué clase de negocios? —volvió a preguntar, cada vez más preocupado.

—Ese es nuestro secreto y nuestro privilegio. Podemos experimentar asuntos que no están permitidos en otra parte del sistema solar, tenemos esa inmunidad desde hace milenios.

— ¿No es entonces cada visitante un delincuente potencial, a los ojos del resto de la gente?

—Puede ser, por eso cuidamos que partan satisfechos, su silencio es importante para nosotros, y su dinero, por supuesto —y rió como un pato alegre.

Mientras el viaje continuaba, ahora a menor velocidad debido a lo estrecho de las calles y la gran cantidad de escombros selváticos, Onic rememoró parte de los acontecimientos que lo condujeron hasta aquella ciudad fantasma, perdida en la jungla suramericana del planeta Tierra.

Fue cuando visitaba uno de los asentamientos mineros, cerca de la cumbre del Volcán Olimpo, en Marte. Su esposa, heredera del imperio empresarial, había viajado a la Tierra en otra de sus giras de trabajo. Un viejo empleado de la empresa, Ren-mar-kel-sac, cenaba con él y entre trago y trago el magnate le comentó su desencanto matrimonial. Con la lengua suelta por el alcohol, también expresó su molestia por el limitado poder que su mujer le otorgaba en la corporación y opinó que, al parecer, no había podido satisfacerla como ella esperaba, aunque estaba seguro que lo amaba a su manera. Luego de oírlo, Ren-mar-kel-sac bajó la voz y le estuvo hablando por dos o tres minutos, muy cerca de su oído.

Onic bebió cuatros tragos seguidos y observó la cara del individuo, quien parecía nunca haber tocado un tema tan escabroso y continuaba bebiendo con tranquilidad. Ren, por muchos años, había servido como jefe de seguridad de la esposa de Onic, Val-zar-mas-mas, la rica heredera, pero de manera reciente fue trasladado a las minas del Volcán Olimpo, para encargarse de la seguridad de las instalaciones. Desde un principio, Ren fue ganando su confianza, en gran parte porque compartían los mismos gustos en secretas francachelas.

Sólo le bastó asentir con un leve gesto y Ren-mar-kel-sac, como una sombra nefasta, levantó su enorme contextura, de melena blanca y traje negro. Onic quedó solo en la terraza abovedada, con vista al rojo crepúsculo marciano, desde más de veinte kilómetros de altura en la montaña. De allí en adelante las cosas ocurrieron como en un sueño. En el siguiente viaje de su mujer, Ren entregó a Onic un minúsculo pasaje a la Tierra, con falsa identidad. El nuevo magnate se mantuvo aislado de los demás pasajeros, como la mayoría de la gente en viaje de negocios. La manera de justificar el secretismo de su viaje fue la de siempre: “interés de la corporación”. Nadie podía dudar del esposo de la heredera, puesto que ella había depositado en él mucha confianza, al punto de permitirle manejar cada vez mayores negocios.

Recordó a Val-zar-mas-mas, su bella mujer. Desde la tercera semana de noviazgo, estaba siempre acompañada por Chi-chi, el baboso y repugnante perro faldero, en una bolsa bajo el brazo, mirándolo con esos ojos del mismo azul que los de Onic; en todo momento le pareció una asquerosa rata lame culos, con aquel repulsivo pene rojo que más parecía una quinta pata. Todo el tiempo la adulaba, lamiéndola, mirándola con ojos húmedos de adoración y jadeante cuando frotaba el largo salchichón contra el tobillo de la muchacha, mientras ella reía a carcajadas. Onic sabía que el bicho pertenecía a una de las razas más inteligentes, y más costosas, pero odiaba a Chi-chi, aunque el animalito siempre trató de ganarse su simpatía. Por supuesto él fingía, permitiendo incluso que el esperpento lo acariciara en la boca, con una lengua caliente, obscena y serpenteante, casi tan larga y gruesa como el otro apéndice rojo.

—Llegó tu hora, sabandija apestosa, eres una vergüenza para tus antepasados —murmuró muy bajo, recordando las explicaciones de su mujer, respecto a las formidables razas de animales de las cuales había sido creado aquel saco de pelos y mal olor. Ella decía que habían sido orgullosos lobos y coyotes, libres como el viento en selvas y llanuras antediluvianas.

—Llegamos señor —oyó decir al taxista; Onic no se había dado cuenta que habían entrado a uno de los edificios y estaban bajando por una amplia y muy inclinada rampa en espiral.

En un enorme estacionamiento de vehículos, similares al híbrido taxi-oruga, se detuvieron frente a la monumental puerta de un pasillo de paredes blancas. Al final vislumbró un ascensor y el conductor habló antes que se bajara.

—El ascensor descenderá un buen rato. A usted, hasta ahora, nadie lo ha visto desde que llegó al espacio-puerto. Su seguridad y anonimato es total.

Descendió por la escalera extensible del taxi-oruga, no llevaba equipaje, su indumentaria lo hacía nada llamativo: vestía un mono gris con capucha y guantes, muy similar a cualquier viajero que necesitaba protección climática de amplio rango. El pasillo estaba limpio, como un quirófano, y para llegar al ascensor traspasó dos cámaras de aislamiento, con puertas corredizas transparentes. Sentía el cuerpo más pesado, pero en Marte cada ciudadano contaba con gravedad artificial, similar a la terrestre, en residencias y oficinas, por lo tanto caminaba sin molestias.

—Libre de agua —pensó, mientras observaba suelos, paredes y techo—, me alegro que en Marte no tenemos peligro de inundaciones en nuestras minas.

***

La mirada de aquel animal le producía una extraña sensación de inquietud. Parecía una perra enorme, de color leonado. Erguida en dos patas superaba con mucho su estatura y el tamaño de su cráneo era similar al suyo, sin tomar en cuenta las formidables mandíbulas cuadradas. El pelaje, en las orejas, le recordaba corto pelo de mujer, y los ojos, de tono miel bajo un sol resplandeciente, lo obligaban a mirar a otro lado cuando los tenía de frente, porque encontró un asombroso parecido con los de su esposa.

La noche de su llegada al taller de los bioartistas, Onic fue recibido por un equipo de cuatro maestros: fueron dos hombres y dos mujeres; vestían batas blancas y bolsas sobre los zapatos —por primera vez veía ese tipo de indumentaria—, uno de ellos tenía un bigote retorcido, como dos pequeños cuernos negros y canosos. Las cuatro cabezas de los maestros artistas estaban forradas con gorros, también de color blanco. Onic nunca antes había visto un bioartista y acostumbrado a tratar con subalternos, los miró en detalle, sin ningún tipo de embarazo.

Que ridículos, igual podrían utilizar trajes herméticos esterilizados, desechables y fáciles de quitar —pensaba, mientras oía las instrucciones cuando despertaron la perra, acostada en un colchón verde a nivel del suelo.

—Manténgase allí parado, la primera persona que verá es usted, su impronta quedará en ella de por vida —dijo la mujer más alta, con las insólitas lentes sin aumento sobre sus ojos, aferradas a las orejas con dos incómodos ganchos. Eran un mero distintivo de su categoría, al igual que el bigote retorcido del hombre, intuyó Onic.

—Es una V-L5, en un principio fue desarrollada para la guerra, es útil compañera hasta la muerte. Lo considerará su igual y jefe de su manada —agregó, de manera apasionada, el individuo del bigote ridículo.

—No lo olvide, una V-L5 es muy inteligente —continuó la otra mujer, con ojos fijos sobre la entrepierna de Onic y una sonrisa difícil de interpretar—, fue creada a partir de razas superiores, con mejoras tomadas de otros seres inteligentes, incluyendo humanos. Permita que olfatee a gusto —y agregó, como susurrando obscenidades—: por todo el cuerpo.

Después los llevaron hasta su lujosa residencia en el mismo nivel. En la habitación principal había una cama enorme.

—Contamos con escaso tiempo —dijo la mujer de anteojos—. Lo ideal sería que la V-L5 estuviera con usted un período más largo, para fortalecer la conexión emocional. Debido a esa circunstancia, debemos utilizar algo de presión: usted saldrá todos los días y ella quedará sola. Comerá cuando usted llegue, y la llevará por los jardines, sólo de este nivel, para que orine y defeque; está programada para no hacerlo dentro de la casa. En el exterior debe conservarla encadenada, así la mantendrá atada a su persona. Muéstrele afecto pero controle el tiempo de sus caricias y rechácela con frecuencia, puede golpearla de vez en cuando; puede estar seguro, no lo atacará, son miles de años de sumisión a la mano que lo alimenta.

Con esta rutina transcurrieron treinta días. Onic muchas noches no regresó a la residencia —le molestaba el olor y dormir con el enorme animal en la cama—. Con frecuencia disfrutó lujosas y embriagadoras instalaciones nocturnas del rascacielos, superaban en creatividad a los centros más desenfrenados de Marte. No se molestó en salir a las calles, era un marciano de varias generaciones, y la temperatura, tufo, humedad e iluminación de la Tierra, le resultaba desagradable. Al regresar, cada madrugada, la perra gimoteaba de dolor. Sintiéndose culpable la llevaba hasta el jardín, para que se aliviara, luego caía en la cama; sólo hasta el día siguiente le daba alimentos y agua. Fue esa mañana, número treinta, cuando se dio cuenta que la mascota no tenía nombre.

La perra lo estaba mirando cuando él abrió los ojos, como todas las mañanas.

—Ya te doy comida —dijo con voz gruesa—, no me dijeron tu nombre, eres una V-L5, te llamaré VL, soy tu dueño y los amos ponemos el nombre que nos dé la gana.

Era la primera vez que hablaba al animal. La perra continuaba mirándolo, atenta a sus palabras. Onic sintió que ella podía comprender muchas de sus frases. Quedó sentado en la cama, intentando resistir la mirada de la perra.

—Saldremos a la calle —agregó, al mismo tiempo luchaba contra la voz interior que lo acusaba de sensiblero, porque un “algo extraño”, en el fondo de la mirada de la V-L5, lo estaba haciendo actuar como un tonto.

Un rato después, luego de pasear la perra por el jardín, tomaron los ascensores. Onic ya estaba familiarizado con los solitarios pasillos, y sin dificultad llegó hasta una de las salidas del rascacielos.

Era un día brillante, a pesar de la temprana hora de la mañana. Sin soltar la cadena extensible, para mantener cercana a la perra, Onic descendió enormes y largas escaleras, cubiertas de barro seco, hasta llegar al nivel de la selva. Las calles casi eran dominio de la jungla y a nadie le importaba, los rascacielos se erguían hacia el sol y los habitantes contaban con amplio espacio y comodidades para la práctica de su exclusivo arte: la fabricación de seres artificiales. De esta ciudad salían desde ejércitos, hasta sirvientes y trabajadores muy especializados, la mayoría fáciles de confundir con seres humanos.

Por fortuna para el marciano, su ligero y fuerte traje integral lo mantenía cómodo; el alto nivel de humedad lo habría obligado a regresar al edificio, por ello caminó tranquilo. Sorteó zanjas enormes, producto de aluviones que la más mínima lluvia tropical ocasionaba. La perra disfrutaba la atmósfera y el calor, su boca abierta y la lengua colgante, le daban aspecto de felicidad a los ojos del hombre. Cuando el brillo del sol estuvo ya en lo alto, Onic continuó caminando bajo la sombra de los rascacielos, hasta que se terminó la calle y se encontraron frente a un camino de tierra, por donde cuatro taxis oruga podrían viajar uno al lado del otro. La vía estaba rodeada de selva oscura, con árboles más altos que ocho niveles de un edificio. Sin pensar, desconectó la cadena del collar de la perra y la guardó en un bolsillo, el animal lo miró y Onic creyó interpretar una expresión de sorpresa.

—Camina, yo te sigo, VL —dijo el marciano, impresionado por la expresividad de la musculatura facial del animal.

La perra continuó mirándolo, ahora con la boca cerrada. Onic repitió las palabras. Con lentitud VL miró hacia los lados, olfateó el aire y arrancó a caminar. Volteaba de vez en cuando para cerciorase que Onic la seguía. Largo rato después llegaron hasta una amplia curva, las copas de los árboles le hicieron perder de vista la ciudad. Transcurrió tiempo, más adelante, y sin ladrar —sonido que nunca produjo en presencia de Onic—, la perra se detuvo al filo de la ancha carretera, y giró para mirarlo.

Onic movió una mano para que continuara. La perra comprendió la seña.

Serpenteando entre arbustos de hojas enormes, esquivando lianas y toda clase de filamentos de plantas parásitas, fueron avanzando por la selva tapizada por nudosas raíces. Estaban rodeados de ruidos extraños para Onic. Por fin encontraron un riachuelo. El hombre comprendió que VL guardaba en su memoria aquel territorio, aunque nunca había estado allí, puesto que apenas un mes atrás había sido extraída del artefacto donde fue fabricada por los maestros bioartistas. El sol, filtrado entre las altas copas, de vez en cuando hacía relucir la piel leonada de la perra. Ella se detuvo en la orilla del agua cristalina y lo miró, casi a punto de hablar, le pareció a Onic.

—Sí, VL, puedes bañarte —se oyó contestar a la mirada de la perra, con una sensación entre el desagrado y la satisfacción de permitirle un momento de libertad.

VL, de un largo salto cayó en el agua. Buceó unos minutos y salió chorreando con algo en la boca. Onic, que se había recostado sobre el tronco de un árbol caído, cubierto de musgo verde esmeralda, vio con sorpresa cuando la perra dejó un hermoso pez de color rojo vivo casi a sus pies. Con la boca abierta y mostrando su lengua colgante, lo miraba con aire inseguro. No sabía cuál era la intención del animal.

— ¿Es un regalo? ¿Por qué? ¿Para mí?—dijo, al mismo tiempo colocando una mano sobre su propio pecho.

La perra retrocedió tres pasos y Onic, con sus manos enguantadas, tomó el pez rojo, que todavía realizaba algunos movimientos.

—Gracias, sigue jugando. Voy a dormir un poco —luchó para no sentirse como un tonto sensiblero, dejó el pez a un lado y se recostó sobre el árbol caído, mirando las copas de los árboles por donde se filtraban retazos de cielo azul. La tarde estaba comenzando.

No supo cuando el sueño lo venció, ni en qué momento comenzó a soñar.

Estaba regresando de algún viaje y al final de la banda rodante, en un espacio-puerto, vio a su esposa Val-zar-mas-mas. Distinguió en sus ojos, de color miel bajo un sol resplandeciente, el tierno amor que nunca antes vio allí. Tenía en sus manos un pez rojo, que chorreaba agua, como recién extraído de algún riachuelo. La mujer abrió la boca y algo similar a un ladrido salió de sus labios. Onic corrió hacia ella, sentía su corazón saltando en la caja torácica, las arterias del cuello vibraban y quiso llamarla. Entonces sintió un fuerte dolor en el hombro derecho, como si un gigante lo apretara con un puño. Volteó la cara: allí estaba Chi-chi, la mascota de la mujer, con una boca enorme llena de colmillos gruesos y afilados. La pequeña bestia intentaba aplastarle los huesos. Sus grotescas patitas se aferraban al traje y el brillante pene rojo golpeaba muy cerca de su nuca. Onic gritó, más de dolor que por el miedo.

Cuando abrió los ojos, en la penumbra, vio la horrenda cabeza de un animal, no era Chi-chi, como en el sueño. Un jaguar, de mirada asesina, lo arrastraba hacia la profunda maleza. Sintió los colmillos en carne y huesos. Intentó golpearlo con el puño izquierdo, el brazo derecho no respondía. Onic pataleaba y aulló como un mono herido. En el siguiente instante oyó un rugido estremecedor, sintió un formidable sacudón y una sombra cayó sobre él, pensó que otro jaguar lo atacaba, entonces vio a V-L5, había atrapado la nuca del jaguar y los dos animales rodaron varios metros lejos de él. Onic dio un salto y comenzó a patear al felino, la fiera luchaba por soltarse de la tenaza que aplastaba sus vértebras cervicales. Oyó ruido de huesos al estallar y la V-L5 se mantuvo apresando la bestia, hasta quedar convencida que ya no ofrecía peligro. El jaguar era grande, pero una V-L5 tenía mandíbulas más poderosas que las de cualquier felino, de origen natural, en el planeta.

El hombre cayó sentado y luchó por mantener el equilibrio. Sintió el hocico de la perra husmeando su hombro y los resoplidos de sus grandes pulmones. Hombre y perra fueron recuperando la calma.

—Gracias VL. Estoy mal, aunque el traje me protegió —ella comprendía sus palabras, percibió Onic.

Se levantó, apoyándose en la fuerte espalda de la perra.

—Va a oscurecer, VL. Estoy sangrando. Deberás guiarme, no creo poder encontrar el camino de regreso.

Con lentitud la perra se adelantó, despacio, permitiendo que Onic fuera recobrando la estabilidad. Cayó varias veces y VL lo empujó con el hocico para ayudarlo a ponerse de pie. Oyó rugidos de fieras, atraídas por el olor de su sangre, ninguna se atrevió a responder el profundo ronquido de la V-L5.

Largo tiempo después llegaron al lugar donde habían abandonado la ciudad. Las luces de los altos edificios ahora sí le parecieron de fuerte intensidad, luego de experimentar la negrura de la jungla.

Transcurrida una eternidad para él, tuvo a la vista el edificio dónde estaba residiendo, Onic recordó la razón por la cual tenía a su lado la V-L5.

Cayó sentado en las enormes escaleras y la perra quedó frente a él, observándolo cara a cara. Onic levantó el brazo izquierdo y con varios intentos fallidos logró zafarle el collar. La mirada de asombro, de la perra, produjo sorpresa en el hombre. Comprendió: que de haberle dedicado más tiempo, ambos se habrían podido comunicar complejas emociones, sólo con gestos faciales.

—VL, escúchame con atención —murmuró Onic—, sí entras al edificio te mataremos. Aléjate de la ciudad, sin el collar no pueden rastrearte.

El marciano vio cara de incredulidad, repitió el mensaje con diferentes palabras y señalando hacia la jungla.

La V-L5 no se movía y Onic percibió la razón: ella lo consideraba un igual, parte de su manada, a quien debía proteger hasta la muerte.

—No sé si puedes comprender qué es la traición, VL. Yo te traicioné, nosotros te traicionamos, te engañamos, no somos iguales. Sabes encontrar comida, y puedes vivir libre.

No supo cuantas veces repitió las palabras, en las maneras más simples que se le ocurrió. Al ver que la perra no se iba, lloró sin ocultar la cara. Entonces la perra lamió sus mejillas.

—VL, corre a la selva, vive allí, libre, libre, libre.

Las luces de los edificios se reflejaron en los ojos dorados del animal, y Onic los vio nublándose de lágrimas. Supo que estaba comprendiendo. No sabía, si en la mente de VL, antes había existido el concepto de traición y la imagen de esclavitud milenaria, generación tras generación; ahora estaba seguro que lo había percibido.

—Sí, VL, naciste esclava, igual que tu verdadera familia. Te engañamos, no eres una de nosotros. Creemos que nos perteneces hasta para decidir la hora de tu muerte. Huye y muere libre.

La perra retrocedió, todavía mostrando incredulidad. Onic la vio a punto de enloquecer, y en el siguiente instante recuperando la cordura.

El hombre abrió la boca, pero no tuvo palabras.

La perra dio la vuelta y se perdió en la oscuridad de la selva, en ningún momento volteó atrás.

El humano quedó allí, sintiendo correr su sangre y sus lágrimas.

***

Abrió los ojos, creyendo que todavía estaba sobre el tronco caído a la orilla del riachuelo. Intentó recordar la pesadilla. Al ver las cegadoras luces, y las blancas paredes, Onic supo que estaba en el taller de los bioartistas. En un instante rememoró lo ocurrido y levantó la cabeza.

Intentó hablar y no pudo, los músculos de su garganta no respondieron. Estaba desnudo, con brazos y piernas atados a una mesa. Complejos brazos mecánicos se movían a su alrededor.

— ¡Excita! —sonó una voz femenina, a sus espaldas, tal vez cerca del techo.

Vio con horror, como entre sus piernas, se levantó un enorme pene rojo y húmedo. Sintió la tensión casi dolorosa de la erección. Quiso gritar, pero sus cuerdas vocales continuaban inertes.

— ¡Relaja! —agregó la misma voz y Onic sintió aflojar la presión, mientras descendía el portentoso órgano en su pubis.

Giró sus ojos en todas direcciones, ahora apenas podía mover la cabeza. De repente reconoció un pequeño cuerpo, espatarrado sobre una mesa más pequeña, también rodeada de brazos terminados en diminutos artilugios irreconocibles para él.

Chi-chi —pronunció en su mente, pero la palabra no brotó de la boca.

El pequeño perro faldero yacía acostado sobre el abdomen. El pene, ahora fláccido y de color ladrillo blancuzco, asomaba por un lado. Tenía los ojos cerrados y uno de los brazos mecánicos estaba cortando la tapa del cráneo. En pocos segundos los instrumentos despegaron la parte superior de la cabeza. El cerebro, como un durazno ceniciento, con manchones de sangre muy roja, quedó expuesto.

Sin previo aviso vio moverse la habitación, comprendió que la cama modificaba su forma, El sentido del equilibrio, de Onic, no identificó la nueva posición, pero su mente sí.

Me sentaron —pensó con angustia. Ya no luchaba para gritar, sólo quería saber qué estaba pasando.

Oyó un ruido, más bien lo sintió en los huesos del cráneo. El terror le ordenaba sacudirse para huir, pero ahora tampoco los músculos de su cuello respondían.

— ¡Me están aserrando los huesos! —gritó en su mente y comenzó a llorar, sin lágrimas, sin sollozos, ni movimiento alguno en el cuerpo.

De repente sintió tranquilidad y el tiempo transcurrió con lentitud. Largo rato después vio los brazos mecánicos recogerse. La mesa, con el cadáver del pequeño Chi-chi, ahora sin una porción de cerebro, fue apartada de su ángulo de visión. No sintió curiosidad.

La sala, brillante de luz blanca, giró y Onic se encontró mirando hacia el lugar que antes estaba a sus espaldas.

Detrás de un ventanal la vio: Val-zar-mas-mas, su esposa, estaba al lado de los cuatro bioartistas. Ella le pareció más bella que nunca. Sintió una poderosa erección en el enorme pene encarnado; no podía bajar la cabeza para mirarlo, pero no le importó. Onic jadeó de excitación sexual, su lengua se movió fuera de la boca, para que ella admirara la flexibilidad y longitud.

Detrás de la mujer estaba su gran amigo, Ren-mar-kel-sac, vestido de negro y luciendo su cabellera blanca. Descubrió que era un clon; no podía comprender cómo antes no se había dado cuenta, si es tan fácil notar la diferencia. Sin guardar la lengua, Onic trató de esbozar una sonrisa de agradecimiento hacia Ren.

Gracias amigo —pensó—, frustraste mis planes de convertir a mi esposa Val en mi mascota. Ella es mi igual y sabe dónde está mi comida —la última frase le salió sin pensar, pero no se preocupó de analizar el significado.

Aunque recordó la perra V-L5, y lo acontecido en la selva, no le dio importancia.

Una parte del cerebro de esa V-L5 —pensó—, en la cabeza de mi bella Val, no me habría proporcionado tanta felicidad.

Tras la barrera de vidrio, la mujer lo miraba con la arrobación con que una dueña mira a su mascota preferida. Agitó los dedos de una mano para saludarlo y gritó con alegría:

— ¡Chi-chi!

FIN

Muchas gracias a Joseín por esta nueva colaboración.

Recordemos que Joseín está participando en el Desafío del Nexus de Marzo con esta historia, así que no olvides darle al botón “Me Gusta” de facebook si disfrutaste la historia 🙂

Ayudanos a continuar creciendo, comparte este artículo con tus amigos
Foto del avatar
Joseín Moros
Artículos: 59

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.