Anoche recibí este nuevo relato para nuestro concurso de parte de Ermanno Fiorucci, una historia que me encantó, una interesante visión de nuestra sociedad y nuestro papel en ella:

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LA PERMUTA

Autor: Ermanno Fiorucci

Las grandes fotografías que se exhibían sobre las paredes modulares de la oficina, eran de un anacronismo extraordinario: un esquimal agazapado sobre una extensión de hielo azul, empuñando un arpón, miraba con atención una esquirla de hueso clavada en la garganta de una foca; un africano, con sus dientes limados cual clavos y lóbulos de las orejas alargados, se apoyaba en un bastón bajo la luz amarilla intensa del sol y vigilaba una manada de esqueléticos animales con joroba; un polinesio, con el cuerpo color bronce mojado por salpicaduras de agua, maniobraba una canoa contra las olas espumosas que a la luz del amanecer lucían cual motas de algodón líquido

Alfredo Miranda apartó la mirada de las fotos.

—¿Me quisiera repetir, por favor?

El hombre detrás del brillante escritorio, Francisco Peña, cruzó los dedos de sus manos, perfectamente cuidadas y sonrió.

—¿ Se refiere a las condiciones financieras?

—Sí, el precio.

—La Permuta SA no concede descuentos. Como ya le he dicho, nuestro contrato es fijo. Al cliente, cuyo capital supera el millón de créditos… y nosotros, señor Miranda, no aceptamos otro tipo de clientes, le concedemos, como le decía, conservar un tercio de su fortuna. Esto le permitirá dejar solventes económicamente a la mujer y a los hijos para que puedan satisfacer sus caprichos. El resto será depositado en la cuenta de Permuta SA. Por su parte, nuestra empresa garantiza colocar al cliente en la forma, posición y situación que será previamente convenida. Naturalmente no podrán existir reembolsos, considerando que lo que nosotros le ofrecemos es un billete de ida nada más. Estamos en condiciones de ubicarlo exactamente donde Usted quiere ir, pero después, su posición económica será bastante precaria para los fines de nuestra filosofía operativa y, evidentemente, no podríamos regresarlo asumiendo nosotros los gastos. Luce bastante razonable, ¿verdad?

Alfredo Miranda, olvidó el consejo del médico y encendió un cigarrillo.

—Muy sencillo. Yo le entrego alrededor de un millón de créditos y ustedes me devuelven a cambio una vida de pobreza. ¿Cierto?

—Exactamente, cien mil créditos más o cien mil menos—confirmó Francisco Peña. —Naturalmente antes haremos una comprobación muy minuciosa.

—¿No le parece un precio muy exorbitante?

Peña sonrió.

—No puede llevar el dinero con usted, señor Miranda. Aquí las alternativas se reducen a dos, nada más. Si usted decide vivir su vida en las circunstancias actuales, el dinero que le queda, después de haber pagado los impuestos, las coimas y otros pequeños gastos periféricos, no le será útil en la tumba. Si acepta, en cambio, nuestros servicios, estamos obligados a insistir en la ruptura absoluta. Es por su bien, créame. Si el traslado fuera incompleto y experimental, usted se convertiría en un simple turista. Por otra parte es ilegal la conservación de fondos de emergencia para los casos en los cuales se quisiera cambiar de idea.

—Usted tampoco podría llevarse el dinero consigo y, sin embargo, lo quiere.

Peña trató de asumir una expresión ofendida.

—Yo solo estoy trabajando, señor Miranda. Esto sin dudas lo entiende. Yo no me adueño de ese dinero.

—Pero cobra un porcentaje ¿no es cierto?

—¡Por supuesto!

—Por supuesto… Comprenderá que yo no nací ayer.

—En este caso —razonó Francisco Peña, quien no tenía ninguna intención de dejar escapar ese particular pez de la red, —usted convendrá que nuestros puntos de vista son diferentes. Usted, señor Miranda, es, o mejor dicho, ha sido un hombre de negocios, por lo que sabe muy bien que no puede pretender esperar recibir algo a cambio de nada. Nuestro servicio es altamente especializado. Y cuesta. Usted vino aquí por su propia voluntad. Nosotros no le hemos buscado.

—Me enviaron una carta — insistió Miranda tercamente.

—¡Vamos, mi querido señor, no hacemos publicidad por casualidad! Cuando tenemos suficientes razones para creer que un hombre pueda ser un potencial cliente, le ofrecemos la posibilidad de serlo. El hecho que usted vino a visitarme, demuestra su interés.

—De acuerdo, me interesa. Y, por supuesto, no espero recibir algo a cambio de nada. Por otra parte, tampoco pretendo recibir nada a cambio de algo. Considerando que estamos hablando de un algo que, evidentemente, pierde su definición de muestra, convirtiéndose casi en todo. ¡He trabajado duro toda mi vida para alcanzar mi posición actual!

Peña sonrió y se preparó para asestar el golpe definitivo.

—¿Y dónde se encuentra hoy, señor Miranda? Este es el punto, de acuerdo a mi criterio. Usted cumplió ya cincuenta y un años, y la Ley de Empleo y Descanso le impide trabajar. Usted no tiene otro interés más allá del trabajo, que en este momento se le niega. Sus hijos están casados y los ve muy de vez en cuando. Su esposa es más joven, y… cómo decirlo…ha perdido interés en usted. El divorcio le costaría una fortuna, y la posibilidad de ser feliz después no será superior a la que tiene actualmente. Usted ha levantado una fortuna, estoy de acuerdo. Si su dinero podría darle lo que desea, felicidad por ejemplo, dignidad, satisfacciones, cualquier cosa que quiera, deberíamos concluir que sería una solemne locura firmar un contrato con nosotros. Por otra parte, si, en esta particular situación suya, el dinero le es inútil, ¿en qué consiste el interés de conservarlo? Sin dudas recuerda la historia de los españoles en Tenochtitlán.

—No, la desconozco.

Alfredo estaba pensando que el hombre detrás del escritorio sabía demasiado sobre él.

—Bien, en resumen, cuando Cortez saqueó las ciudades Aztecas, algunos de sus hombres se cargaron con tesoros enormes encontrando, en un determinado momento, una serie de grandes dificultades. En efecto, cuando se vieron obligados a atravesar nadando ciertos canales, se hundieron como piedras… me entiende?

—Perfectamente.

—Estaba seguro que lo comprendería, señor Miranda. Ahora, pongamos nuestras cartas sobre la mesa. Solo hay una cosa acerca de la cual debe decidir: ¿Cuánto vale su felicidad? Usted tiene la opción de escoger… su dinero le da la posibilidad de elegir. No pretendemos, por supuesto, que tome su decisión hoy mismo. Sin embargo nos permitimos darle estas grabaciones que pueden ayudar a orientarle, cuando decida analizarlas en la comodidad de su casa. Escúchelas atentamente y trate de aclarar sus ideas… Si concluye que nuestra oferta es conveniente para usted, regrese con su abogado. Es superfluo decirle que estaré siempre dispuesto a contestar cualquier pregunta que tenga a bien formularme.

Alfredo hesitó un momento.

—Por ahora, solo tengo una pregunta. Este es un intercambio auténtico ¿verdad? Si yo me voy… ¿habrá alguien que ocupe mi lugar?

Francisco Peña desenfundó su acostumbrada sonrisa.

—La naturaleza aborrece el vacío, señor Miranda.

—¿Es decir…?

—Bueno, la señora Miranda no se quedará sola. Esto se lo puedo garantizar.

Alfredo dibujó una mueca.

—Esto le permite a usted algunas posibilidades, ¿cierto?

Alfredo Miranda lo miró con ojos afilados.

—Nuestra experiencia nos ha enseñado que el método que usamos ofrece satisfacciones a todas las partes interesadas.

Alfredo se levantó, guardó en sus bolsillos las grabaciones.

—Me comunicaré con usted pronto.

Francisco Peña le tendió la bien cuidada mano.

—Le esperamos, señor Miranda.

La mañana siguiente Alfredo, despertó temprano, como siempre. Durante toda su vida siempre saltaba de la cama al amanecer para estar en la oficina antes de las ocho. Ahora ya no tenía más la necesidad de levantarse temprano, pero no lograba habituarse a dormir hasta tarde.

Se preparó para enfrentar la jornada con absoluta carencia de entusiasmo. Miró la puerta de la recámara de Emilia. Estaba cerrada y, probablemente, con pestillo interno pasado. No quiso verificarlo. Se permitió un largo baño, de una hora más o menos, se vistió con excesivo y elaborado cuidado y bajó hasta el comedor.

La enorme casa parecía vacía, por una excelente razón: estaba vacía. Sus pasos retumbaron por las habitaciones, parecidos al ruido de una piedra que rueda dentro un barril de madera.

Se sentó solitario en la mesa del comedor y apretó el botón del primer desayuno. En ocho segundos, ni uno más ni uno menos, el carrito del servicio salió de la cocina con dos huevos fritos en mantequilla y cuatro tiras de tocineta ahumada, pan tostado y café. Todo tenía sabor de aserrín, menos el café que sabía a enjuague de platos.

Alfredo se levantó y comenzó a vagar por la casa desierta. Tenía todo el día a su disposición y absolutamente nada que hacer. Había desayunado. El acontecimiento siguiente que podría ser anotado en la agenda, era el almuerzo. Luego se entraría en la interminable espera para la cena. Y luego, solo Dios lo sabía.

Entró en la sala de TV y miró la gran pantalla gris que cubría toda la pared… Luego se dijo que su desesperación no llegaba hasta el punto de quedarse mirando la televisión durante todo el día. Se sentó y tomó el periódico de la mañana. Era del tipo impreso, pues Alfredo seguía siendo un tradicionalista ortodoxo. No tenía muchas ganas de leer, pero un hombre debe, al fin y al cabo, hacer algo.

Controló con ojos expertos la página económica, y vio que durante la noche había ganado algo más de cinco mil créditos. Miró las tiras cómicas. Anita la Huerfanita era la única supérstite de los días de su infancia, y se sintió verdaderamente feliz al constatar que sus ojos todavía no tenían pupilas y que no había desarrollado ideas políticas progresistas. Pasó a la página deportiva para ver cómo le iba a la Vinotinto. Nada mal, todavía no había alcanzado a la Verde Amárela y a la Albiceleste, pero ya se estaba codeando con notable éxito con todos los demás equipos de América. Por otra parte Los Tiburones ya se estaban convirtiendo en los dictadores de la “pelota” criolla, a pesar de los estériles y patéticos esfuerzos de Leones Y Navegantes.

No había muchas novedades en el ámbito noticioso. La colonia de Marte, compuesta enteramente por hombres y mujeres menores de veinte años, anunciaba que en muy corto plazo sería autosuficiente. Alfredo ya había oído decir lo mismo otras veces. El presidente, un viejo y maduro caballero de veintiocho años, había pronunciado un discurso para auspiciar el fin del conflicto que obstaculizaba el desarrollo de la Antártica. En Nueva York la presentación de los Gatos Silvestres, un cuarteto de cantantes de música folklórica de nueve años, había provocado casi una revuelta. La crítica había elogiado al grupo por “la pureza de estilo” e la “comprensión intuitiva” en las interpretaciones de las baladas tradicionales. Alfredo jamás se había interesado por la música ligera. Los científicos del Instituto Nacional de Investigación y Tecnología (INIT) anunciaban que era posible obtener, a un precio solidario, las branquias humanas para la vida submarina y que, además, albergaban sólidas esperanzas de lograr un incremento sustancial en las relaciones sociales entre los ciudadanos interesados y las ballenas. A Alfredo no le importaba en absoluto el asunto.

Leyó la publicidad con una sensación que oscilaba entre el disgusto y la desesperación. En realidad, no tenía ninguna posición negativa respecto a la publicidad, más bien al contrario, sin embargo era el tono lo que le molestaba. Todos los modelos de las fotografías eran bebés con ojos brillantes, los hombres increíblemente viriles y las mujeres alrededor de los diez años. Los ancianos no existían. Una publicidad mostraba dos mujeres cubiertas por seductoras prendas de dormir recostadas una al lado de otra en una cama con sábana de seda. “¿Cuál de las dos es la bisabuela?” preguntaba el encabezado. Un poco más abajo: “¡Solo el médico de la familia puede saberlo con seguridad!”. Que se vayan a la mierda, pensó Alfredo. Luego leyó lo que estaba escrito debajo de la foto. Parecía que las inyecciones regulares de cera de abejas, polvo lunar y jugo de albaricoque lograban mantener a la mujer perpetuamente joven y activa, en excelente forma hasta el día que moriría por vejez en el medio de una espléndida orgía.

—¡Qué cagada! — exclamó Alfredo en voz alta y encendió un cigarrillo.

En los viejos tiempos era diferente; él todavía lo recordaba. Su padre no se había convertido en ciudadano anciano a la edad de cincuenta y un años y ¡no había sido excluido, de esa manera tan deprimente, como si se tratara de un inválido de noventa años!

Al recordar los viejos tiempos su memoria se vio invadida por el recuerdo del abuelo Primiano.

Los hijos de Alfredo lo llamaban por su nombre cuando se incomodaban al hablarle. Él había llamado a su padre papá. Y su padre al referirse a su progenitor usaba la palabra padre, haciéndola preceder, generalmente, por el anticuado señor.

Alfredo recordaba al abuelo Primiano. Lo recordaba muy bien. Rememoraba las ya lejanas cenas dominicales en la casa grande en la cual había transcurrido su niñez. Y evocaba todo lo que del abuelo le había contado su padre. El abuelo Primiano había sido un hombre terrible… había gobernado en su casa como un rey.

Todavía le parecía verle, cuando en las tardes dominicales se dirigía con pasos largos y enérgicos hacia el parque para alimentar a las palomas y a los pájaros. Siempre vestía un liqui liqui blanco. Parecía un militar de nieve, con las espesas cejas y el abundante cabello blanco. Siempre llevaba una especie de bastón de paseo. Era un pardillo pulido y tallado con la empuñadora adornada con cintas de colores… el abuelo lo manejaba con admirable destreza. Una leyenda familiar apuntaba que, con aquel bastón, había roto la cabeza a un par de individuos que no se habían apartado de su camino con la suficiente celeridad.

Cuando era muy pequeño Alfredo, vestido con el odiado trajecito azul marino y zapatos domingueros, había disfrutado en ocasiones, acompañar al abuelo al parque. Siempre había admirado aquel bastón de paseo más de cualquier otra cosa al mundo. Un día se hizo la promesa que él también tendría, en el futuro, un bastón como aquel y llegaría a ser como el abuelo: alguien importante.

Las cosas no sucedieron exactamente así

Nunca tuvo el bastón y la gente lo habría considerado poco serio si se le hubiese ocurrido comprar uno. En aquellos días ya casi no existían peatones. Su autoridad en la familia estaba muy cerca de la inexistencia. Por lo que se refiere al papel del hombre sabio cuyos consejos vienen acatados por todos, podría ser considerado un chiste muy gracioso. A nadie le importaba lo que él pensaba a propósito de cualquier cosa. ¿Los Gatos Salvajes? Él todavía creía que los Platters había sido un excelente grupo vocal. ¿La Colonia Marciana? Él no estaba en condiciones de distinguir un asteroide de la Estrella Polar y, por otra parte, tampoco le importaba. ¿El “beisbol”? Él todavía recordaba los campeones de su juventud… jugadores sólidos y maduros. ¿Qué se podría decir de un primera base de solo quince años? De acuerdo, sabía que con las modernas escuelas con novedosas técnicas de pre adiestramiento, los jugadores alcanzaban el nivel de perfección a muy temprana edad, sin embargo…

Debía darse cuenta que estaba definitivamente out, y esto era un hecho indiscutible.

Se apoyó en el espaldar de la butaca y comenzó a soñar con los ojos abiertos.

Caminaba con pasos firmes y atléticos a lo largo de la acera. Vestía de blanco y su mano derecha sostenía un sólido bastón que movía hábilmente al ritmo de sus pasos. “Buenos días señor”, le saludó un hombre tocándose con los dedos el sombrero. Alfredo respondió al saludo con una inclinación distraída de la cabeza. Debía tomar una decisión con respecto al nuevo parque que habían propuesto. Podían demoler la escuálida zona entre la avenida Bolívar y la Hoyada, tirar un pequeño puente sobre la quebrada Tacagua y poblarlo de peces rojos.

—¡Alfredo!

Miró hacia arriba como impulsado por un resorte. ¡Adiós peces rojos! Emilia se había levantado.

—¡Alfredo, estás tirando la ceniza del cigarrillo sobre la alfombra!

—Oh, discúlpame querida.

—Voy a salir —informó Emilia.

Alfredo la miró. No era necesario ningún esfuerzo para mirarla. Su piel era blanca y aterciopelada, la suave cabellera rubia había sido ondulada por manos expertas y el joven cuerpo, enfundado en un vestido adherente, era perfecto.

—¿Vas a visitar al gurú?

—No es un gurú, y lo sabes muy bien. Es un famoso Maestro del Misticismo, y es una persona muy culta y elevada.

En los últimos tiempos Emilia se estaba dedicando a los cultos más diversos y esa no era una característica suya. Los cultos estaban inclinados a propugnar la abstinencia de los placeres de la carne… por lo menos eso es lo que ella afirmaba. Y la abstinencia tampoco era su inclinación natural y Alfredo lo sabía.

—Dele mis saludos al gurú.

—Así lo haré —contestó con voz fría y distraída. —Alfredo trata de no beber mucho esta tarde. Recuerda que esta noche tenemos un compromiso.

—¿Un compromiso?

—Sí debemos ir al Club. Hoy me toca asistir al Bingo pro fondos de la Sociedad Protectora de los Glaciares.

¡Qué ladilla! Pensó Alfredo. Estaba seguro que lo hacía a propósito. Se había visto obligado, de tanto en tanto, buscar la compañía de otras mujeres. Un par de años de abstinencia son demasiado largos, Y Alfredo no era, después de todo, muy viejo. Aquellas mujeres, sin embargo, no habían sido de su completo agrado. En el fondo él era un individuo decididamente doméstico.

Se fue al comedor a almorzar… en solitario como ya era costumbre. Luego regresó a su poltrona y apretó la combinación de botones para obtener un generoso ron con tres gotas de amargo angostura y revisó las grabaciones que le había entregado Francisco Peña.

A estas alturas ya Alfredo Miranda había casi tomado una decisión.

Sin embargo él no era ese tipo de hombres que se zambulle en picada en las cosas. Además no confiaba ciegamente en Francisco Peña.

Quería estar absolutamente seguro de que lo que estaba a punto de hacer era lo correcto, antes de estampar su firma en cualquier contrato.

Las grabaciones, tal como lo había sospechado eran aburridísimas.

—Pensé que con toda la plata que ganan —dijo Alfredo en voz alta —podrían, por lo menos, contractar algún escritor decente.

Sin embargo las revisó con acuciosidad, y descubrió que las proyecciones, a pesar del lenguaje abstruso, eran curiosamente convincentes.

La primera grabación se titulaba Las Concomitancias Socio-Culturales de las Transformaciones de Estado y del Rol.

Traducido en lenguaje llano, sostenía que todo sistema social está enmarcado dentro de una serie de estados, (posiciones) y que por cada estado existe un rol (función); este último consistiría en el papel que la persona debería representar cuando ocupa una posición particular. Hasta aquí está todo claro. Pareciera, sin embargo, que el estado de un individuo viene determinado por una cantidad de modos diversos, basándose en la cultura del grupo específico, además, que muchos de los mismos datos serían usados también en otras segmentos para calcular el llamado estado: edad, sexo, nacimiento, patrimonio, características individuales, etc. A todo evento el valor asignado a los diversos factores cambiaría de una sociedad a otra. Algunos sistemas le asignan un valor altísimo a los ancianos, y algunos otros a los jóvenes. En algunas culturas es una ventaja ser hombre y en otras esas ventajas las tiene la mujer. Alfredo comenzó a sentir los síntomas del dolor de cabeza. Además, ciertos tipos de personas son mejor considerados en un sistema, más que en otro. Alfredo captó la idea general sin muchas complicaciones. Parecía, en definitiva que un rol ligado a un estado particular variaba en períodos y lugares diversos. El punto de partida era bastante sencillo. El problema de la felicidad y de la satisfacción individual estaba ligado al problema de ser la persona adecuada, en el lugar justo y en el momento exacto. En efecto, pensó Alfredo, la tarea de Permuta SA era la de acoplar las características de una persona determinada con la cultura que más se le adecuara y evaluar lo que aquella persona específica estaba en condiciones de ofrecer.

Alfredo logró seguir el razonamiento hasta el final. Luego se sirvió otro ron con tres gotas de amargo angostura y abordó la segunda grabación.

Esta también tenía un título algo oscuro: Análisis Temático de la Línea de la Cultura Latino Americana.

—¡Santo Dios— gruñó.

Aquí ya se estaban tocando problemas recientes y de escaso interés. La grabación sostenía que la cultura del sub continente americano de final del siglo XXI venía clasificada como activa y en plena evolución. Exactamente lo opuesto al tipo de cultura estable y pasiva. El sistema se basaba en una cantidad de ideas fundamentales que la habían caracterizado a lo largo de muchos años: el acento sobre un aceleradísimo cambio tecnológico y social, haciendo énfasis en la juventud y en el aislamiento del individuo como una suerte de átomo social. “Este soy yo” se dijo. La idea de la vieja cultura, seguía la grabación, era la del hombre de acción y de negocios, el hombre práctico que hacía las cosas por sí solo. Hoy esta manera de pensar todavía sobrevivía. Los viejos, así se definía legalmente a los que habían superado los cincuenta años, se encontraban en una posición difícil, ya que se les consideraba demodé. No tenían nada que ofrecer con su sabiduría tradicional, porque la cultura los había literalmente superado. Los conocimientos habían cambiado con rapidez y aquellos que fueron sus bases existencial ya no existían. Si tenían dinero podrían funcionar como consumidores. La otra posibilidad consistía en “pensar como pensaban los jóvenes”, y disfrazarse, haciendo el ridículo. El cambio de cultura había transferido mucho poder económico a las mujeres. El rol de los hombres era absolutamente ambiguo…quizás, peor que ambiguo.

Su dolor de cabeza estaba adquiriendo dimensiones insoportables. Escuchó las otras dos grabaciones sin prestarles mucha atención.

Una abordaba “Los Aspectos Éticos y Legales de la Transformación del Ego”, y consistía, en línea general, en un sumario de sentencias del Alto Tribunal. El punto clave parecía ser que las transferencias de personalidades eran legales solo cuando las dos partes en causa habían dado su consentimiento a la transacción. En el plan ético, después de múltiples disputas procesales, la ONU había dado su visto bueno con el “Manifiesto de los Derechos del Individuo por la Libre Escogencia Cultural” (MDILEC).

La última grabación trataba de las “Dinámicas Mecánicas del Transferidor de Personalidad”, Con un prólogo del viejo director de la Asociación Médica Sur Americana (AMSA). (Una nota destacaba, a título informativo, que ese célebre estudioso, en la actualidad, se desempeñaba como Chamán en la Tierra del Fuego). La proyección consistía en una serie de diagramas, y de crípticos símbolos matemáticos que, para Alfredo, era chino.

De todas maneras no tenía ninguna importancia.

A este punto ya Alfredo estaba listo para enfrentar al señor Peña.

—Nosotros queremos sentirnos completamente satisfechos —dijo Peña el día siguiente-

—En ese caso somos dos.

—Me ha dicho que quiere hacerme alguna pregunta ¿verdad?

—Sí, en efecto. Admitamos que yo esté de acuerdo con el cambio. ¿La Permuta SA me puede garantizar la felicidad futura?

Peña se mordió el labio inferior.

—¡Eso es pedir demasiado!

—¿No es parte de su tarea?

Peña se inclinó hacia adelante, sobre el escritorio, y escogió con mucho cuidado las palabras.

—Nosotros podemos garantizar dos cosas, por cierto. La primera es que le colocamos a usted, el usted esencial, en un cuerpo que puede… como decirle, armonizar con el nuevo ambiente que usted eligió. En segundo lugar, le introducimos en una cultura que tendrá muy en cuenta sus atributos.

Alfredo meditó algún segundo acerca de esa afirmación.

—Bien, esto me parece adecuado. Pero ¿por qué no pueden colocarme en un cuerpo joven?

Peña pareció acusar el golpe.

—¡Es imposible! Nosotros no vendemos la inmortalidad, señor Miranda. La transferencia es posible mecánica y legalmente, solo entre dos personas de la misma edad sicológica. Podemos jugar con un margen de uno o dos meses, pero no más. Si ha estudiado las “Dinámicas Mecánicas del Transferidor de Personalidad…”

—Me basta su palabra. Pero si la transferencia es conveniente para mí, ¿cómo es posible que exista alguien que quiera tomar mi lugar?

Peña indicó las fotografías pegadas a las paredes.

—La gente es extraña, señor Miranda. El hombre es carne y mente.

—La explicación no puede ser tan sencilla.

—Sí y no. Piense en lo siguiente. En este mundo la mayor parte de la gente, vive en una idéntica cultura base. Una cultura urbana industrializada, tecnológicamente sofisticada, dentro de la cual usted y yo hemos crecido. El resto de la gente, pequeña numéricamente pero rica en diversidad, vive en lo que queda de las sociedades primitivas, o en comunidades campesinas. En su caso, es inútil desplazarle de un área a otra de idéntica cultura. Usted debe ir lejos, en un mundo primitivo. Ahora bien, para la mayor parte de la gente primitiva, romántica, la idea de dar una mirada a este mundo nuestro es igualmente estimulante. Quizás sea lamentable que un hombre así no piense en términos de satisfacciones simples y de delicadas adaptación de la personalidad, pero sucede que nunca ha tenido nada y desea tener un carro, un helicóptero, una gran casa con piscina, la TV, dinero y poder. En otras palabras, quiere lo que usted ha conquistado. El rico debe vivir como pobre e indefenso para poder apreciar la otra cara de la moneda. Y el pobre, por el contrario, debe vivir como un hombre rico y solo, para comprender las ventajas del otro estilo de vida. Ninguno de los dos puede explicar al otro como funciona el asunto, pero sabemos que ambos están decididos a hacer el cambio.

—¿No le cuesta nada a la otra parte?

—El otro no tiene bienes de fortuna, entendiendo este concepto en nuestros términos. El precio debe ser pagado desde este lado.

Alfredo hizo lentamente un gesto afirmativo. Estaba convencido de ser capaz de reconocer una trampa a primera vista, pero Peña le estaba dando respuestas satisfactorias.

—Creí que estos salvajes estaban en vía de extinción. ¿Qué sucedería si el lugar al cual quiero ir no existiera más? O, supongamos que esa cultura desaparezca mientras todavía yo estoy viviendo…

Francisco Peña quien todavía no había cumplido los cuarenta años, era un hombre de gran experiencia. Había una gran apuesta en juego, y estaba listo para contestar preguntas mucho más difíciles de las que le estaba haciendo Alfredo Miranda.

—Es un asunto muy extraño, a decir verdad, pero se sorprendería saber cuántas sociedades primitivas y comunidades campesinas todavía existen. Lo que sucede es que estamos siempre inclinados a creer que todo el mundo es como nosotros. Que siempre fue así a lo largo de toda la historia. Pero solo Dios sabe la cantidad de culturas que existen en este planeta que no han escuchado nunca hablar del Imperio Romano, por ejemplo. Hoy en día todavía existen sociedades muy diferentes de las nuestras en África, en la India, aquí mismo en Sur América, en Nueva Guinea y en muchos otros lugares más. Nuestra tarea es saber dónde se encuentran estas comunidades y cómo son. Nuestra Empresa emplea más antropólogos que los que tienen en conjunto todas las universidades nacionales. Y gastamos verdaderas fortunas para asegurarnos que estas culturas sobrevivan todavía un tiempo razonable. Para serle sincero, señor Miranda, si lo que usted busca es una isla romántica, virgen, llena de bellezas y de gente feliz, todavía no contaminada por el contacto con el mundo externo, ¡olvídese! ¡No existe! Nosotros solo estamos en capacidad de ofrecerle gente real y lugares reales. No poseemos máquinas del tiempo. No podemos ubicarlo en Utopía. De todos modos estoy seguro que usted no sería feliz en una localidad del pasado. Sería necesario sortear varios problemas, y podría no encontrar el gusto de vivir, ¿Le di la idea, verdad? Alfredo sintió que su entusiasmo se incrementaba notablemente. Si existía alguna trampa, no había sido capaz de descubrirla. Lo que se le prometía no era una versión del paraíso, y nadie, que se sepa, había regresado para contar como era la cosa. Al fin y al cabo ¿qué podía perder?

—¿Dónde puedo ir?— preguntó.— ¿Cómo será el lugar?

Francisco Peña sonrió satisfecho, Sabía exactamente dónde sería enviado. Ya había cerrado los acuerdos con el hombre a quien Alfredo sustituiría. El hombre se llamaba Makalai. Peña estaba satisfecho por muchos motivos, entre los cuales estaba el hecho que sentía una suerte de nexo cultural con Alfredo. Por supuesto, no debía actuar de manera apresurada. Era indispensable una gran meticulosidad.

—Le tendremos que hacer una serie de exámenes y confrontarlos con las personas que tenemos disponibles. Como le he dicho, queremos sentirnos completamente satisfechos. Mientras tanto usted ya puede ir firmando el contrato.

Alfredo se levantó.

—En la habitación contigua está mi abogado.— dijo— Hágalo entrar.

Dos semanas después, la última noche en la que viviría como Alfredo Miranda, fue al cine con Emilia. Estaban exhibiendo una película técnicamente novedosa, rodada con una serie de imágenes aceleradas, parecido al estilo del cine mudo, y que, simultáneamente, esparcía aromas y sensaciones y carecía de inicio y final, es decir ni preludio, ni coda. Alfredo estaba distraído… tenía su pensamiento centrado en el día después. Al regreso a casa, ambos parecían preocupados. Emilia le sonrió, hecho absolutamente insólito.

—Buena noche Alfredo— le dijo. Luego fue a su recámara y cerró la puerta con llave.

—Adiós Emilia — le contestó Alfredo.

Él también le sonrió.

En Abril, el sol africano daba poco calor. En el Kenia era la estación de lluvia y las colinas de Ngelani estaban húmedas y frías. Makalai wa Kamau, el hombre que una vez fue Alfredo Miranda, se cubrió con su manta hecha tiras hecha tiras vieja y desgastada y un escalofrío le sacudió el cuerpo.

—Quiero más amarula —dijo presentando su taza.

Jaramogi le sirvió del calabash sin pronunciar palabra. La taza de Makalai estaba limpia, como siempre, sin embargo últimamente, su actuación era extraña…

Makalai sorbió un buche de amarula y lo escupió como ofrenda a los antepasados. La amarula, hecha con la rápida fermentación de la caña de azúcar, era muy diversa del clásico ron.

Miró a su alrededor. Los campos, todos delimitados por cercas de sisal, se alargaban desolados sobre los flancos de las colinas desnudas. En ese momento las mujeres estaban trabajando en la cosecha, de acuerdo a la costumbre. Un grupo de muchachitos arriaba una manada de esqueléticas vacas de fláccidas jorobas por un sendero del valle. Makalai sonrió mostrando una larga hilera de dientes afilados y puntiagudos. Le gustaba observar la vacada. Los animales representaban riqueza, y servían para pagar el precio de las esposas para sus hijos, cuando él decidiría que debían casarse.

Un reactor que se dirigía a Nairobi silbó en el cielo sobre los techos de losa y de paja quemada por el sol. La sonrisa de Makalai se borró. ¡No soportaba a esos fastidiosos turistas americanos!

—¡Makalai!

Era Gakere que lo llamaba. Gakere, él de la generosa barba.

—Tú estás soñando matumia. ¿Acaso olvidaste que debemos discutir un caso antes de la reunión del Concejo de mañana?

Makalai experimentó una ligera satisfacción. Makere lo había llamado matumia, ¡anciano! Él era anciano, naturalmente, como ancianos eran todos los hombres que se sentaban alrededor del fuego y que bebían la amarula contenida en el calabash

Y era lógico que fuera así.

—No lo he olvidado— contestó Makalai. —Dame más amarula Jaramogi.

Jaramogi, el anciano más joven de los presentes, volvió a servir.

Makalai había estado pensando en el caso que debía discutirse, pero no lograba concentrarse. Estaba seguro que su ganado era azotado por un espíritu. Durante la última semana dos vacas habían comenzado a renquear sin ninguna razón aparente. Era el momento de ir a ver al mundu mue para que tirase los caracoles. Por supuesto no había olvidado su deber. Su opinión había sido tomada siempre muy en consideración en los importantes casos legales. Si los ancianos no eran capaces de hacer respetar la ley y el orden ¿quién podría hacerlo?

Tomó un sorbo de amarula

—Quiero decirte una cosa Gakere: Cuando te hacen falta nueve hombres, Wathome es el número diez.

Los ancianos reunidos alrededor del calabash sonrieron. Ese era un magnífico proverbio, y muy adecuado.

—Una rana no puede impedir que una vaca beba en el río— continuó Makalai.— Además un vecino suele volver la cabaña apestosa.

Jaramogi se dio una palmada sobre la pierna. Makalai podía estarse comportando de una manera algo extraña, pero, evidentemente, no era un estúpido Masai cuando debía tratar los casos legales.

Makalai expuso ampliamente su opinión acerca del caso. Estaba alegre. Las mujeres debían trabajar en los campos y cargar sobre sus espaldas la leña para el fuego. Las discusiones era tarea de hombres. Para llevarlas a cabo era ineludible una verdadera habilidad.

—No se combate una guerra con los dedos— concluyó solemnemente.

La discusión duró toda la tarde. El amarula en los calabash disminuyó y solo quedaron unas pocas gotas para las moscas. El fuego se apagó, dejando solo ascua ardiente.

Makalai levantó la mirada y vio a Chitundu, el hijo que tuvo de su primera mujer, bajar a lo largo del sendero. Chitundu se paró a respetuosa distancia del círculo de los ancianos.

—Padre —dijo— tu alimento está listo si quieres comerlo.

Makalai gruñó. Era deber del hijo asistir al padre cuando este había concurrido a una larga sesión delante del calabash. Pero Makalai se sentía perfectamente y en condiciones de salir airoso sin ayuda. De todas maneras le hubiese gustado caminar al lado del hijo. Se levantó dando una rápida revisión a su atuendo. El penacho de crines de león y el pequeño cuerno de antílope estaban en su lugar y también el yesquero y el paquete de cigarrillos con filtro. Todavía no se había acostumbrado a oler el tabaco.

—¿Quieres que te sostenga?— preguntó Chitundu.

—Puedo caminar sin ayuda—. El muchacho se había comportado de manera muy respetuosa. Era lo que le convenía, pensó Makalai. De su comportamiento dependería la entrega o no de alguna vaca. Ya que sin vacas no había esposa… ¡Un verdadero desastre!

Makalai recogió su viejo bastón. Había sido tallado en madera dura y oscura, cuyo brillo era la consecuencia de los años de uso. Medía dos metros de largo. Solo los ancianos podían tener un bastón así.

El hijo se colocó a su espalda y Makalai comenzó a subir el empinado sendero que los llevaba a su grupo de cabañas. Entrecerró lo ojos para protegerlos de la sutil lluvia. En la cabaña se encontraría con el calor y el aroma de la comida. No había decidido todavía a cuál de las mujeres favorecer esa noche. Un hombre no debería tener favoritismos. Debía ser el turno de Abuya. Había demasiados espíritus flotando en los alrededores para permitirse desafiar inútilmente a la suerte. Por otra parte Makena era joven y fascinadora…

Apretó el bastón con firmeza y siguió caminando tarareando una canción de moda.

Makalai no se arrepentía de la elección hecha ni por un solo momento. No habría cambiado ese lugar por ningún otro del mundo.

Emilia miró afuera por la ventana de la sala de la TV y arrugó la nariz molesta. Las malditas vacas todavía estaban en el jardín y se movían pacífica y parsimoniosamente bajo los pálidos rayos de la luna. A través de los aparatos del aire acondicionado, su hediondez se esparcía por toda la casa.

Peor aún, ella percibía también el mal olor de su marido. Alfredo, evidentemente, no era un tipo muy dedicado o fanático del aseo personal. Realmente, a decir verdad, Alfredo era un tipo que no hacía nada de nada. Mataba su tiempo frente a la pantalla de la TV, o a revolotear con el helicóptero por la ciudad. Emilia se había esperado algo más excitante de su marido, pero, después de todo, no era más que una suerte de salvaje. Había sentido una enorme decepción, para decirlo de manera llana. Alfredo trataba a sus vacas con más respeto del que usara con ella.

Emilia se separó de la ventana. Se había cubierto con su bata más hermosa y su ropa íntima más sexi.

—Voy a la cama, Alfredo—dijo con dulzura mirándolo.

Alfredo Miranda quien alguna vez había sido un hombre llamado Makalai wa Kamau, continuó mirando la película de vaqueros que estaba trasmitiendo la TV. ¡Había muchas vacas en esa película! Ni siquiera se preocupó para regalarle una mirada a Emilia.

—Yo te avisaré cuando eres deseada—le informó.

Fin

Muchas gracias a Ermanno por este relato, espero tener tu literatura por estos lares con mas frecuencia 🙂

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Ermanno Fiorucci

Lector empedernido de Ciencia Ficción cuando queda tiempo y Escritor por esa necesidad primaria de decir lo que pienso adaptado en un contexto muchas veces menos extraño que la misma realidad. Admirador sin titubeos de Isaac Asimov y Jean Paul Sartre. También conocido por mis amigos como "El Sire".

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