Entrevista con un Dios por Joseín Moros

Nuestro amigo el autor Joseín Moros, nos complace con un nuevo y muy inspirado relato: 

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Entrevista con un Dios

Como en las películas de terror más antiguas, la medianoche sonó con doce campanadas, mientras yo bajaba las escaleras para tomar el subterráneo. La atmósfera estaba enloquecida, decían los noticieros, debido a las enormes turbulencias solares ocurridas en las últimas horas, contra toda predicción de los observatorios. Un locutor había dicho: el demonio se apoderó del sol.

El terminal de trenes estaba solo, uno de ellos esperaba el momento de partida. Caminé mirando a través de las ventanas de los vagones, no quería estar en compañía de algún borracho impertinente.

De repente quedé paralizado por la sorpresa: alguien leía un libro, y su portada me electrizó.

Es mi libro —pensé con satisfacción, era la primera vez que descubría un lector anónimo y por sorpresa, no aquellos individuos sonrientes en la fila, aferrando sus volúmenes, esperando mí firma.

Durante largos segundos mis pasos titubearon, al fin decidí entrar y me senté. De inmediato el tren cerró las puertas y partió, como si el conductor pretendiera escapar de algún peligro.

Observé a la persona que leía, en ese momento los detalles de su cara y vestimenta eran nítidos y contrastados, igual que esas pantallas de vidrio en los cinematógrafos, iluminadas desde su interior. Ahora nada recuerdo, es semejante a un sueño desaparecido de mi memoria, haciendo intentos infructuosos para ser revivido.

Pensé hablarle, informar quien era yo, mientras lo decidía me avergoncé observando mi propia cara en la contraportada; era una vieja fotografía, allí me daba aire de intelectual, y miraba como si observara a lo lejos un sinnúmero de libros leídos por mí.

Entonces la persona levantó la mirada y sonrió.

—Llegué hace poco, buscaba su libro, maestro —dijo, con una voz que no recuerdo.

Mi sorpresa se desvaneció, porque me convencí que había reconocido mi cara, a pesar de la edad. No necesité releer el título en la portada, lo recordaba muy bien, recibí muchas cartas de gente disgustada, también de fanáticos partidarios, y nunca fue reeditado.

—No creí que aún quedara algún volumen por ahí —dije—, “Entrevista con un dios” no fue de mis mejores trabajos.

—Disiento de su opinión, maestro; es el único autor que logró aproximarse a la realidad.

Me sentí decepcionado. Sin embargo me propuse conversar, tal vez el diálogo me serviría para generar alguna idea, como muchas veces había ocurrido en mi carrera.

De repente la voz llenó el vagón del tren, cuando comenzó a recitar.

—“Los seres humanos estamos solos en el universo. Hay planetas, incluso galaxias, llenos de animales y plantas, pero sin vida consciente de su existencia. Nuestro cuerpo es un vehículo, los hálitos que deambulan en las partículas subatómicas se manifiestan a través de él. ¿Creen ustedes que la memoria cabe en nuestro cerebro? Somos un interfaz entre los hálitos y nuestro entorno”

Estaba repitiendo fragmentos dispersos de mi libro. Guardé silencio, y sonreí, esperando rescatar palabras que me sirvieran.

Me miró, con ojos imposibles de recordar y paró de recitar.

—Vengo desde más allá donde el universo se retuerce. Durante eones esperé seres conscientes, pude saber de su existencia cuando usted escribió este libro —al oír tales palabras me intranquilicé, sabía de gente peligrosa con características similares.

Entonces tal vez levantó la mirada, no puedo saberlo, y continuó declamando mi libro.

—“No conseguí ver su cara, mi mente no podría captarla, aunque se mostrara en todo su esplendor. Y le pregunté: ¿Eres un dios?”

Debió haberme mirado, una vez más, para hablar a continuación.

—No, maestro —me dijo—, no soy un dios, como usted bien lo escribió. Soy único, provengo de un acontecimiento en el interior de las corrientes subatómicas de los universos y muy pronto otro evento finalizará mi existencia.

Debió haber sonreído, cerró el libro y lo dejó en el asiento, entonces murmuró despacio.

—Veo que no me cree, maestro. Lo comprendo, cuando escribió el libro su estado mental era otro, hasta yo lo oí. Sus religiosos lo llaman “elevación”, usted lo denomina “inspiración”, yo lo señalo como “reflejo del hálito”, es el único juego de palabras que encuentro aproximado en su vocabulario.

Tal vez señaló hacia las ventanas, con brazos que no puedo describir.

—Vea maestro: estrellas, nebulosas, galaxias. Observe el final de este universo, hay más, por siempre, uno dentro de otro.

No recuerdo qué vi, pero quedé convencido.

Medité un momento, los años cambiaron mi manera de pensar. Ya no soy el mismo hombre desafiando el universo, seguro de su sabiduría superior a la de masas ignorantes y su invulnerabilidad a la pleitesía intelectual, como me creía cuando escribí ese libro tantos años atrás. La brizna de conocimiento, que esgrimía contra toda figura de autoridad, ahora la siento frágil y volátil.

Sin poderlo evitar expresé “la pregunta”

— ¿Dios creó todo esto?

En mi mente su risa cortó la triunfal melodía de acompañamiento a mis palabras, y el retumbo de mi frase sonó hueco.

—No lo sé, maestro. Me hice la misma pregunta, mucho antes que las primeras partículas se unieran para formar tus galaxias. Me es imposible negarlo, contrario a lo que hiciste en tu libro. No tengo certeza, y debo recordarte: he tenido tiempo para buscar respuesta.

Entonces una idea saltó en mi mente.

— ¿Y si tú eres Dios, y no lo sabes?

Esa carcajada sí la recuerdo, por lo menos su efecto en mí, como parte de su respuesta.

—Asumes el papel del tentador. Analizas con tu débil herramienta cerebral. Intenta superarte, maestro, como la vez que escribiste el libro.

Aflojé mi cuerpo, inspiré despacio y traté de oír mi mente profunda, como hago cuando estoy en un conflicto argumental en alguna de mis narraciones.

—Tienes consciencia de tu aparición y de tu existencia, ahora incluso intuyes tu final —dije con lentitud.

—Muy bien, maestro. Nací inocente, me hice adulto, siento que envejezco y veo con claridad mi fin.

Y dejó el libro sobre el asiento. En mi siguiente parpadeo, desapareció. Supe que, en ese mismo instante, la tormenta solar se había extinguido para siempre.

Entonces el tren se detuvo, había llegado a mi destino.

Tomé el libro, parecía nuevo, con olor a tinta. Lo abrí, encontré trazos similares a la dedicatoria de un autor, en una caligrafía de perfección clásica.

Allí estaba la frase que los humildes, y valientes, son los únicos en atreverse a pronunciar.

“Yo, no lo sé”

Fin

Muchas gracias Joseín, excelente relato, creo que de todo lo que he leído de ti, este relato es el que mas he disfrutado 🙂

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Joseín Moros
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