El Portal

Ya era la hora de la tertulia de la tarde en el café donde solíamos reunirnos, y la temática se había concentrado en las mujeres. Mujeres no sexo, y cada quien exponía su punto de vista al respecto.

Como muchos de ustedes seguramente se dieron cuenta, ayer tuvimos dificultades técnicas, el problema fue por partida doble para Ermanno Fiorucci y para mi Vladimir Vasquez, por esa razón no pudimos publicar este cuento anoche, pero aquí lo tienen hoy.

Ermanno nuevamente nos pone muy difícil la decisión del Desafío del Nexus con otra historia espectacular:

El Portal

Ya era la hora de la tertulia de la tarde en el café donde solíamos reunirnos, y la temática se había concentrado en las mujeres. Mujeres no sexo, y cada quien exponía su punto de vista al respecto. Es evidente que los hombres maduros están perfectamente capacitados para hablar de sexo, pero las mujeres representan un argumento mucho más interesante para un hombre inteligente y de amplia experiencia. Estamos aquí, compartiendo el planeta con seres que pertenecen, de hecho, a otra especie y a otro género, sin embargo todavía no sabemos cómo funcionan sus cerebros… ¡Increíble!

El tema de la conversación estaba orientado hacia las mujeres ejecutivas, las mujeres de negocios, las mujeres que se ocupan de cosas que son, normalmente, funciones propias de los hombres y que, además, ejercen profesiones que en el pasado eran competencia exclusiva de aquellos.

Oscar Rivero, básicamente contestatario, como siempre, se embarcó en una larga historia acerca de alguien que trabajaba en una casa de bolsa y que lo había irritado haciendo algo, que no se entendió bien qué, pero era algo que no hubiera debido hacer. Oscar es más fastidioso que la narración de un juego de ajedrez por radio, y su historia, además de aburrida, era más larga que suspiro de culebra. Muchos comenzaron a bostezar profusamente antes de que concluyera su relato.

Sin embargo y curiosamente, la anécdota, a pesar de ser aburrida y rebuscada, provocó reacciones en muchos de los presentes. Marval, un tipo tranquilo, abogado de profesión, defendió vigorosamente la igualdad de derechos afirmando que a muy pocas mujeres se les ha concedido una apertura satisfactoria en casi ningún campo. Personalmente he siempre sostenido que eso era demostrable en mi profesión (soy ingeniero aeroespacial). Intervine citando algunos ejemplos de mujeres colegas que había conocido, muy competentes, y que habían alcanzado calificaciones realmente brillantes, con sueldos notablemente reducidos, haciendo exactamente el mismo trabajo de los hombres cuyo cargo ocupaban.

Poco a poco, los presentes, una docena más o menos, habían agotado el argumento. A excepción de Herman Delgado, nuestro marino mercante jubilado, pues él siempre tiene algo que decir cerca de cualquier tema que se aborde, y generalmente vale la pena escucharlo con especial interés. El caso es que, debido a su profesión, había recorrido algo más de medio mundo. Muchas de sus historias eran absolutamente fantásticas y, a veces, increíbles, pero siempre interesantes y entretenidas.

Rivero, y algunos de sus adláteres, sostenían que era un mentiroso y fanfarrón, sin embargo yo había notado que jamás se distraían cuando él comenzaba a narrar alguna de sus “aventuras”.

Se había quedado ahí sentado, sin decir una sola palabra, ni acerca de las mujeres, ni de cualquier otra cosa y al final, fue evidente que había sido el único que no había hablado todavía. Todos lo mirábamos, y de pronto levantó los ojos pestañeando, como si hasta ese momento hubiese estado abstraído, lejos en el tiempo y en el espacio.

Vamos a ver — dijo — se estaba, o mejor dicho, se está discutiendo, creo, acerca de las mujeres en los cargos de mando. Es decir, de mujeres que dirigen negocios y, sobre todo, a hombres… que controlan e imparten órdenes a los varones, para decirlo de alguna manera. ¿Es este el punto? ¿Y ustedes son tan deferentes como para pedir mi opinión al respecto?

Oscar farfulló algo incomprensible, pero en tono francamente ofensivo; nadie le prestó la más mínima atención y mucho menos Herman Delgado, hecho que elevó la irritación de Rivero.

Para ser sincero — dijo Delgado — me parece que la mayoría de los argumentos sostenidos por los que intervinieron aquí esta tarde, dan el asunto por descontado, más allá del tema específico, ¿me explico?

Fíjense — continuó, con expresión calmada y meditabunda — las mujeres están perfectamente estructuradas mental, física y espiritualmente, para muchísimas cosas. Poseen un don, de acuerdo a mi criterio… y de otros, como Kipling, una característica de genuina crueldad, que es la consecuencia del instinto maternal de defensa.

Miró con las cejas fruncidas su vaso con ron, como buscando inspiración, bebió un generoso sorbo y continuó su exposición:

Sin embargo la imaginación, en escala mucho más amplia, no es su fuerte. Generalmente tienen seria dificultades en “renovar” verdaderamente, y si encuentran un sistema de vida cómodo y se acostumbran a él, son muy resistentes a cualquier cambio. Entre los aquí presentes casados, ¿cuantos no han tenido que trabajar arduamente para convencer a sus respectivas esposas para mudarse a otro lugar… otra ciudad u otro país, por ejemplo?

Mientras algunos contestaban con una sonrisita dibujada en el rostro, él retomó el hilo del asunto.

En consecuencia, desde mi punto de vista, no se puede decir que las mujeres son adecuadas para esta o para aquella profesión sin conocer, a fondo, ni a la mujer y tampoco a la profesión de marras. Mujeres como Elisabeth I y Catalina de Rusia, por ejemplo, fueron grandes jefes de estado. Sin embargo creo que el matriarcado perpetuo no es bueno. Tiende a… “congelarse” en un esquema fijo, eliminando cualquier posibilidad de evolución; y esto no es natural.

Asumió de nuevo esa expresión meditabunda y luego dijo algo que me lució enigmático:

El matriarcado es siempre, esencialmente, una cosa negativa, y si además se le agrega algún otro elemento, periférico o sustantivo, este no hace otra cosa que empeorarlo… y gravemente. Yo me encontré, algunas veces en situaciones que explican esta tesis. ¿Quieren que les cuente la historia?

Nos conocía a todos muy bien, por supuesto, así que sin esperar la respuesta comenzó a contarla.

***

En el mes de mayo de mil novecientos sesenta y uno, la empresa en la cual prestaba mis servicios la CNN (Compañía Naviera Nacional), abrió la ruta del Mediterráneo, con un solo barco, lo cual era un hecho novedoso que tenía a la tripulación de esa unidad pionera muy entusiasmada, ya que incluía puertos de España, Francia, Italia y Grecia. Como yo hablo francés, italiano, croata y el demótico, es decir el griego moderno, se me encargó la tarea, como inspector, además de la inherente al cargo de oficial del departamento de máquinas enrolado, servir, al inicio, de nexo con las diferentes oficinas intermediarias de carga locales, mientras la CNN organizaba las oficinas autónomas residentes, en los puertos principales de la ruta. Es superfluo decir que la tripulación era de primera, contramaestre, timoneles y marineros, mecánico de cubierta, aceiteros y limpiadores, todos veteranos. Mayordomo, cocineros y servicios de cámara competentes y la oficialidad de cubierta y de máquinas altamente calificada y el capitán, un lobo de mar cuya capacidad profesional era indiscutible, sin embargo, su afición al buen licor era proverbial.

Toda la tripulación, a excepción del Administrador, nos dábamos cuenta que era una tarea muy difícil consolidar una ruta, en la cual la competencia se estaba moviendo con bastante eficiencia desde algún tiempo, sin embargo nuestro departamento de Relaciones Públicas había hecho un excelente trabajo en el norte de África posicionando activos y competentes encargados de negocios en Trípoli, Misurata y Derna.

En el puerto de Kalamata (Grecia), el Departamento de Operaciones me ordenó desembarcar para servir como cabeza de puente y formar una red de cooperadores comerciales que nos sirviesen de apoyo en el futuro. Por supuesto enviaron, vía aérea, mi relevo.

La idea me pareció extraordinaria y creo que hicimos un buen trabajo, sin embargo la competencia, que no se chupaba el dedo, se movió con una rapidez que hasta superó las previsiones de los más pesimistas. Así que en vez de partir con comodidad y sin presión, de acuerdo al itinerario sugerido, tuve que moverme a toda prisa y confiar en la suerte para no perder la plaza que ya estábamos consolidando.

Bien. Llegué a Atenas para comprobar, con satisfacción, que mi buque acababa de zarpar con una carga aceptable. Me dirigí a nuestro Consulado, expuse la tarea que se me había asignado y me presentaron a un griego, muy vinculado con los medios empresariales, a quien necesitábamos desesperadamente y al cual yo trataba con el máximo respeto. Alquilé un pequeño pesquero y pusimos proa hacia Creta.

Había llevado conmigo un radio transmisor que resultó ser muy útil para contactar con nuestro representante en esa isla aquella misma noche. Pero él nos aconsejó que no perdiéramos el viaje ya que la compañía naviera Gran Suramericana (nuestra competencia) tenía dos barcos de gran calado en la bahía de Suda llevándose toda la carga disponible en el puerto. También se me informó que la agencia de la CNGS estaba muy bien conectada en la isla y desplazarla era una tarea que debería emprender, con más solidez y directamente, nuestro departamento de Relaciones Públicas.

Le di la noticia a mi tripulación griega, tres marineros excelentes, y pusimos proa rumbo sureste. Si la suerte seguía estando con nosotros podríamos lograr atravesar las Espóradas y llegar a Chipre sin retrasos. Afortunadamente teníamos suficiente combustible para recorrer muchos nudos, solo debíamos preocuparnos por mantener una velocidad moderada y constante. Vestíamos ropas típicas de los pescadores griegos, esperando que cualquier buque guardacostas, de aparecerse alguno, nos confundiese con inocuos pescadores y librarnos así de molestas averiguaciones burocráticas.

La suerte estuvo con nosotros durante exactamente diez horas, luego, por el lado de la costa asiática, se desencadenó una tremenda borrasca que se dirigía hacia nosotros desde el noreste. Nos encontrábamos en un punto no precisado al norte de Andros, y fuimos arrastrados hacia sureste a una velocidad de locura, mientras luchábamos con todas nuestras fuerzas para mantenernos a flote. Parecía que continuaría así durante toda la noche, pero el temporal duró algo más de cinco horas que las pasamos, casi todas, remojados en agua fría y salada.

Hacia las seis de la mañana, cuando la espuma densa y oscura comenzaba a iluminarse, encallamos en algo muy duro: un arrecife, quizás. El pequeño peñero, que hasta ese momento había resistido admirablemente, se rajó de proa a popa y, en pocos segundos, todos estuvimos sumergidos en el agua.

Presumo que los tres marineros se ahogaron… porque no los vi, ni oí más después del naufragio, y de veras lo siento. Los pobres habían cumplido admirablemente su deber con nosotros.

En cambio yo y el griego del Consulado sobrevivimos, logrando, por casualidad, agarrarnos a las extremidades opuestas de una paleta, que se encontraba amarrada sobre el puente y que, en el naufragio, había quedado intacta. Las condiciones atmosféricas eran tan malas, y sombrías y las olas tan altas, que pasó bastante tiempo antes de que cada uno de nosotros notara al otro aferrado al mismo resto.

Creo que a este punto debería presentar a mi protegido, el griego del Consulado en Atenas. Su nombre era Nikos Papaloukas, pero todos lo llamaban Nik. Pertenecía a la más antigua y rancia sociedad griega, siendo un descendiente de los príncipes Fanariotis que gobernaron los Balcanes durante siglos. Era un individuo simpatiquísimo, muy agudo y encantador. Había estudiado en Francia y hablaba una docena de idiomas. Estaba particularmente bien versado en las leyendas y, por supuesto, en la historia de Grecia. Confieso que ningún profesor jamás supo dibujarme, de manera tan brillante, el mundo antiguo, como él. En el Consulado todos le tenían gran aprecio y el Cónsul me había recomendado cuidarlo con particular esmero, pues sostenía que estaba destinado, en un futuro muy próximo, a ocupar cargos de gran importancia.

Bien hasta ese momento había logrado mantenerlo vivo, pero no podía presumir haber hecho mucho más como tutor. No podíamos hacer otra cosa que permanecer agarrados a nuestra paleta que era, afortunadamente, muy sólida y rezar mientras la espuma de las olas nos abofeteaba y golpeaba implacablemente.

Poco a poco el cielo se aclaraba, y finalmente nuestro radio visual nos permitió vernos, el uno al otro, claramente. Nik me sonrió con calidez y yo traté, a pesar de todo, retribuir la sonrisa. Las oleadas ya eran menos violentas, pero nosotros estábamos exhaustos y entumecidos; yo sabía que era solo cuestión de tiempo, pues presentía que pronto no hubiese sido capaz ni de mantenerme aferrado a la madera.

Sin embargo, el cielo fue convirtiéndose siempre más luminoso y el viento amainó, y logramos resistir. De pronto la neblina que nos rodeaba y las nubes desaparecieron y a nuestro alrededor solo había un mar azul chispeante y plácido, un brillante y cálido sol mañanero y, a menos de medio nudo, una isla.

Debía tratarse, y todavía lo creo en este momento, de uno de esos trozos de tierra regados en el triángulo que forman las islas de Naxos, Nio y Amorgos. Ya ha transcurrido mucho tiempo y no estoy matemáticamente seguro, pero confieso que no abrigo ninguna intención de averiguarlo. A pesar de estar sumergidos, notamos que la isla era pequeña y rocosa. Casi a ras de agua, en el lugar en el cual se abría una ensenada, había un grupo de casas blancas, y, sobre una roca en alto, a cierta distancia, una construcción más grande.

Comenzamos a dar patadas para empujar nuestra rudimentaria balsa, con toda la fuerza que nos quedaba. Ninguno de los dos intentó alcanzar la orilla a nado; estábamos demasiado cansados, pero esperábamos llegar a la playa flotando. La corriente parecía ayudarnos, y ya cerca de la boca de la rada, se manifestó la primera señal de vida.

Una pequeña embarcación con dos hombres remando, se despegó de la orilla, fuimos izados a bordo y llevados a la playa. Cuando la embarcación se varó en la costa, tratamos de erguirnos, pero ninguno de los dos pudo lograrlo, los remeros, delicadamente, nos levantaron y acostaron sobre la arena. Mientras estábamos ahí tendidos, recibimos una desagradable sensación, una voz burlona, dijo en griego:

Uno parece un burgués con ese aire de macilento, y el otro podría ser cualquier cosa pero suficientemente descolorido para parecérsele. No son gran cosa.

Levanté la mirada y vi que estábamos tendidos a los pies de un individuo, cuyo biotipo me resultaba desagradablemente familiar. Vestía esa suerte de uniforme consistente en un pantalón verde oliva, camisa y boina roja y en el brazo un brazalete rojo con la inscripción “επιμελητής” (epimeletés): “comisario”. Calzaba botas de campaña muy bien cuidadas. Era flaco, pelo rubio, ojos marrones, blanco mediterráneo y un rostro cuya expresión era una obra de arte de maldad.

Viendo que no estábamos en condiciones de podernos mover, enfundó su pistola automática y ordenó a los dos hombres de cargarnos y seguirlo. Su griego moderno era aceptable, quizás un poco ordinario, de acuerdo a nuestro punto de vista, pero aceptable.

Uno de los hombres contestó, en un dialecto curioso, confuso y cantarín, que el señor sería obedecido; cada uno de ellos puso su hombro debajo de los nuestros pasándose el brazo alrededor de su cuello. Un poco sosteniéndonos y un poco arrastrándonos, nos llevaron en dirección opuesta al grupo de casas, subiendo un sendero estrecho y rocoso que conducía a la Casa Grande que había visto con anterioridad.

La subida era muy empinada y si bien es cierto que el Comisario marchaba adelante con aire arrogante, los dos hombres que nos sostenían, pronto comenzaron a jadear. Pero ninguno de los dos murmuró palabra y nos dieron toda la ayuda posible.

Eran bajos pero robustos, ambos lucían jóvenes, de piel oscura y figura pesada. Sus ojos negros no tenían esa vivacidad que brilla generalmente en la mirada de los griegos, por el contrario carecían de expresión, como si nada les interesara o pudiese interesarles alguna vez. No era exactamente una mirada muerta, más bien obtusa como la de algunos animales… de los bueyes, por ejemplo.

Al llegar al final del sendero, nos encontramos frente a la Casa Grande. El jardín era bastante raro, lleno de tamarices y arbolitos, pero bien cuidado y con muchas estatuas de mármol de rara factura. A pesar de lo exhausto que me sentía, atrajo mi atención la de un guerrero griego antiguo, que, de ser auténtica, debía tener un valor extraordinario. El guerrero mostraba un brazo levantado como para defenderse de un peligro y la expresión de rabia y horror del rostro evidenciaba la calidad de un artista comparable solo a las grandes obras de Fidias o Escopas.

Casi toda la casa era de una sola planta, pero larga y muy ancha. La base, sólida, estaba compuesta por grandes bloques de mármol y piedras, sin dudas, en el pasado, sirvió de soporte a un gran templo. De las modificaciones hechas a posteriori, algunas eran obras de artistas, otras no; era evidente que diferentes estratos de piedras, rústicas y pulidas, habían sido anexados en períodos diferentes. Las superficies que no eran de mármol blanco habían sido blanqueadas con friso, y el efecto general del conjunto lucía bastante armónico.

Sin embargo… la impresión general era desagradable. Parecía como si una criatura enorme y sin forma hubiese construido o acumulado un nido monstruoso, o como si un vórtice cósmico hubiese amasado material para construcciones.. Experimentaba casi la misma sensación que tuve en cierta ocasión al contemplar una gruta sumergida en el Caribe insular, donde, por mucho tiempo, vivió un enorme pulpo: en la entrada de la gruta estaban esparcidas una enorme cantidad de conchas de ostras, y espinas de peces de todo tipo; se tenía la impresión que algo escondido ahí adentro estuviese esperando pacientemente… Era la misma sensación.

Aquí, sin embargo, había algo más, y eran los siglos. La enorme construcción llena de anexos y reparaciones, lucía inmensamente vieja; parecía ser parte de la isla más que un edificio construido sobre ella. En su conjunto, el estado de ánimo que infundía, también bajo la luz majestuosa del sol del egeo, no era estimulante.

El Comisario me sacó de mis meditaciones semiconscientes, al ordenar a los dos hombres de descargarnos sobre la grama delante de él. Se sentó sobre un banco de mármol cubierto de musgo y se quitó la boina. Nik y yo logramos ponernos de pie, pero incapaces de hacer cualquier otro movimiento. Los dos remeros griegos se pararon detrás de nosotros en silencio.

El jefe nos miró fijamente por un instante y luego hizo algo que me tomó de sorpresa. Nos ofreció un cigarrillo y cuando le aceptamos el ofrecimiento nos los encendió. También nos hizo traer un poco de agua en una jarra de terracota llenada en una fuente cercana. ¡Sabía lo que hacía!

Ningún campesino griego usa anillos de oro con escudo, señores — dijo, mientras los tres estábamos disfrutando del cigarrillo. — Yo soy el Comisario de Campo del Ejército Popular de Liberación y Destacamentos Partisanos de Yugoslavia, Ante Mihailovic. Puedo, además, informarles que, por el momento, yo soy el único serbio presente en esta isla. Mi avión que hacía parte de las fuerzas de la resistencia en defensa del gobierno yugoslavo del rey Pedro II y de la gran Serbia, fue derribado y yo soy el único sobreviviente.

En ese momento sospeché que el hombre estaba desvariando o, por alguna extraña razón, se había congelado en el tiempo. Creía que la segunda guerra mundial estaba en pleno desarrollo. La mirada que Nik me dirigió era un poema.

Ahora, señores — continuó, no sé si ustedes están informados o no, pero en este momento Creta ya debe haber caído. En poco tiempo las fuerzas del Comandante Tito ocuparán todas estas islas. Les sugiero cooperar conmigo sin reservas, dándome su nombre y grado, para empezar; trataremos de convivir de manera civilizada hasta el momento en el cual se les destinará a algún campo de prisioneros. ¿Qué responden?

Miré a Nik y él me devolvió la mirada levantando los hombros. Decidimos, pues, seguir el juego y le dimos nombres y presuntos grados. Luego dijo algo que jamás me hubiese esperado de un tipo como él: es decir que no siendo todavía aquella isla territorio ocupado, la cuestión de nuestra ropa civil, y en consecuencia nuestra ejecución por espías, no hubiese sido efectuada, ya que los uniformes él los consideraría perdidos en el mar.

Esta es una isla extraña, capitán Delgado — me dijo más tarde. — Ya se cumplen dos semanas que estoy aquí, huésped de esta gran Casa. La familia que aquí vive gobierna toda la isla, podría decirse que es dueña de todo, personas y cosas. Pero hasta donde alcanza mi conocimiento, aquí no viene nadie, ni habitantes de islas cercanas y tampoco pescadores lugareños. Además fíjese, estamos en un lugar elevado, mire a su alrededor… ¿puede ver otra isla?

Era verdad, a pesar de estar en un lugar bastante elevado, alrededor solo podía verse una gran extensión de mar vacío.

De acuerdo a los cálculos hechos por mí y por el piloto muerto — continuó el Comisario Ante Mihailovic — en las cercanías debería haber muchos otros islotes parecidos a este. Además nuestro avión se fue en picada en un día claro y sin nubes. De improviso, de la nada, emergió un banco de neblina, y como nosotros volábamos a muy baja cuota, cuando el motor acusó la falla, ya no había nada que hacer. ¿No le parece extraño?

En efecto sí lo era. En ese preciso momento una interrupción de otro tipo nos hizo parar a los tres como impulsados por resortes.

La muchacha pareció materializarse de la nada, sin embargo tuvo que haber salido de la casa a nuestras espaldas.

Era rubia y muy pálida, características increíblemente raras para una griega. Era bellísima. Vestía una túnica blanca, sencilla y de corte clásico que caía suavemente hasta sus pies defendidos por sandalias. Pensé que debía contar con unos dieciocho años.

Lució sorprendida y, a la vez, muy contenta al ver a Nik y a mí. Sus ojos redondos brillaban por la felicidad.

Dos nuevos y uno con cabello claro — dijo dulcemente.

Yo dudaba que fuéramos tan atractivos con el rostro sin rasurar y el cuerpo cubierto por harapos mojados… pero ella, evidentemente, pensaba lo contrario. Su timbre de voz era bajo y agradable, pero su griego nos dejó estupefactos. Era nada más y nada menos que ático, el idioma antiguo del período clásico. A diferencia del demótico griego, era muy quebrado y cantarín, pero no tenía nada en común con el griego que había aprendido en la escuela. Incluía muchas palabras modernas, pero por culpa del acento era difícil entenderlo, aunque no imposible; de todos modos no se trataba de la lengua muerta y estéril de los textos clásicos. Nik, que ere un verdadero letrado, irguió la cabeza e hizo una solemne reverencia. Ella lo miró con interés, pero con escaso entusiasmo. El Comisario y yo éramos rubios, y era evidente que este detalle para ella era algo muy importante.

Usted es diferente de nuestra gente — le dijo señalando a los dos hombres parados detrás de nosotros, que daban evidente muestra de inquietud y esperaban pacientes, como a veces hacen los caballos. — Pero es más parecido a ellos que los otros dos. Quizás en algún tiempo era como ellos o ellos como usted. ¿Quién sabe? — Rio. Una risita agradable pero no del todo estimulante, después del extraño discursito que se había mandado.

Pero vengan, ustedes dos, debo conducirles a conocer a las…

Usó una palabra que yo jamás había escuchado, pero como Nik me dijo después, era muy antigua que significaba algo entre parientes y personas con autoridad.

A este punto el Comisario Ante Mihailovic intervino:

Los acompañaré yo, gospođica (joven dama) — dijo presumiendo. — Por favor guíenos.

Ella lo miró un momento, luego negó con la cabeza. Él había hablado en demótico; evidentemente ella lo entendía tanto como él y yo entendíamos el ático, pero no lo sabía hablar.

Usted ya la ha conocido — respondió gentilmente. — Se quedará aquí hasta mi regreso.

Me veo obligado a insistir —rebatió en tono áspero, y su mano se dirigió hacia la pistola. En ese momento sucedió algo muy raro. El Comisario dejó de moverse de repente. La mano estaba todavía apoyada sobre la empuñadura del arma, la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos fijando el vacío, porque la muchacha se había movido ligeramente y Mihailovic se quedó congelado con la boca ligeramente abierta.

Nik y yo miramos asombrados a la muchacha, que no había dejado de sonreírnos amablemente.

Vengan — dijo. — Vuestro amigo es muy nervioso. Puede esperar aquí mientras nosotros estemos adentro. Debe aprender a esperar. A nosotros no nos gusta la gente nerviosa.

Fuimos detrás de ella por una escalera amplia pero baja y cruzamos una gran puerta abierta.

El interior era fresco e hubiésemos debido sentir alivio, pero no fue así. Nos sugería el excesivo condicionamiento del aire, algunos establecimientos húmedos y fríos. La habitación era amplia y oscura como todas las habitaciones de aquella extraña casa, y era difícil distinguir los detalles. No se veían ventanas pero de alguna parte debía entrar una luz pálida y difusa.

Nuestra guía nos indicó con un gesto, otra puerta y nosotros respetuosa y, cansadamente, me permito agregar, la seguimos a través de una serie de espacios todos iguales. Nunca había visto una casa así.

Por fin, después de haber atravesado por lo menos una docena de enormes salones, entramos en uno excepcionalmente grande y que lucía menos iluminado que los otros. Estaba dividido por la mitad por una especie de enorme cortina, hecha de una tela delgada y transparente, muy deteriorada y poco limpia, parecía una telaraña gris y desmesuradamente crecida.

Delante de ese cortinón había dos taburetes y una mesita redonda sobre la cual había un ánfora con vino, algunas copas y un plato con pequeños dulces. La muchacha nos invitó a sentarnos con un gesto y luego llenó dos copas. Después de haber probado el vino, que era muy dulce y fuerte, ella hizo un gesto de despedida con la cabeza y nos dejó ahí sentados. Teníamos hambre y nos lanzamos sobre los dulces; por algunos minutos en ese salón silencioso solo pudo oírse el ruido de nuestras mandíbulas. Luego, de improviso, nos dimos cuenta que no estábamos solos. Yo paré la mitad de un bocado y levanté la mirada, lo mismo hizo Nik, ambos sentimos que estábamos siendo observados.

Detrás de la cortina sucia, algo se estaba moviendo en la oscuridad. A pesar de la penumbra y la opacidad de la cortina pude percibir una forma vaga e indefinible, parecía tratarse de una persona de considerable tamaño. De pronto un ruido sordo nos sugirió que un objeto grande había caído, e inmediatamente después pudo oírse algo arrastrarse torpemente. Luego hubo un suspiro ruidoso y algunos ruidos apagados que daban la impresión que alguien se estaba acomodando.

Luego nos llegó una voz, lenta, fuerte, áspera y atemorizante, que incrementaba la impresión de algo enorme y sonoro, mitigado deliberadamente. Pero, en cierto sentido, era lúgubre, desolada. Había en ella una nota desesperada y perdida, que hubiese podido activar nuestra compasión si el efecto general no hubiese sido tan terrorífico. Me parece escucharla todavía.

Hablaba el mismo extraño griego arcaico de la muchacha y era perfectamente comprensible si uno se concentraba.

¿Por qué vinieron acá? Nosotros no queremos visitas. Kedemónas, la muchacha que los ha traído aquí es la última hija de la Tierra desde mucho tiempo… desde muchas, muchas largas épocas. Les repito, Extranjeros, ¿qué quieren?

La verdad es que no entendí nada de todo lo que dijo. Creí que estaba divagando o algo por el estilo. Solo entendí dos cosas, que la muchacha se llamaba Kedemónas y que la persona que nos hablaba era de sexo femenino… y el tono era el de una mujer muy vieja. Evidentemente estábamos frente a alguna matriarca medio loca.

Nik se había erguido en el taburete y miraba fijamente el telón sucio y las sombras que se movían o parecían moverse detrás. Habló, y su griego clásico era verdaderamente soberbio.

Siento no poderla ver, Señora — comenzó diciendo. — Es muy oscuro aquí adentro, y nuestros ojos están acostumbrados a la luz. Por lo que se refiere a nuestra llegada aquí, el mar nos ha traído y estamos sobre las rodillas de los dioses, náufragos que piden asilo.

Siguió un largo silencio, tan largo que creí que la criatura escondida se habría dormido. Pero de pronto la voz ronca y terrible explotó detrás de la cortina.

Ustedes son griegos, ¿aqueos o de alguna otra estirpe? — inquirió.

Yo poseo sangre griega —respondió Nik, con calma. — Mi compañero viene del oeste y el otro hombre es un bárbaro del norte.

Otro largo silencio. Luego la desagradable voz hizo algo todavía más horrible: se rio. El ruido de aquella risotada me sugirió un barril lleno de clavos oxidados y vidrios rotos que se fragmenta sobre el cemento mojado. Luego habló otra vez:

El otro es frío, frío como la Casa del Ojo — dijo. —Sigue haciendo planes, conspira, escucha y espía. No logra encontrar ni a mí y tampoco a la otra hermana, y esto lo enfurece. Y ahora llegó un griego y otro que viene de lejanas tierras.

La voz se fue apagando y solo logré captar la palabra sueño. Luego siguió más fuerte:

Griego, tú deseas verme. Bien. Quizás te será concedido más adelante, aunque yo no amo la luz. Ahora váyanse y déjenme reposar en paz. — Resonó de nuevo aquella risotada terrible.

Inmediatamente después se escuchó un estruendo y un ruido de pasos lentos y pesados que se alejaban perdiéndose en algún remoto rincón de aquella misteriosa casa.

No había mucha claridad, pero sí suficiente luz para poder ver a Nik. Estaba sentado con los ojos cerrados y las manos apretadas sobre las rodillas y su rostro pálido y tenso. Pareció que abrir los ojos le costara un gran esfuerzo, luego me miró tratando de sonreírme.

Herman — dijo en tono muy bajo, — debemos irnos lo más pronto posible de esta isla. Estamos en grave peligro, mucho más grave de lo que puedas imaginar.

Yo también me di cuenta que la vieja estaba algo tostada —le contesté. — ¿Pero crees que en verdad sea peligrosa? Yo no creo que amerite estar tan asustado.

¡Algo tostada la vieja! — repitió en tono deprimido. — Eres un idiota, Herman, ¿es que no te diste cuenta de lo que hizo la muchacha al comisario en el jardín? ¿No viste como lo dejó ahí plantado como un tronco? ¿Lo viste no?

Claro que lo vi, no soy ciego — le aclaré, — y me pareció un truquito de hipnotismo interesante. Después de descansar, podríamos pedirle que lo paralice de nuevo, para quitarle la pistola y cortar los cabos en una de esos botes que están varadas en la playa. ¡Vamos Nik, hermano, arriba esos ánimos. Ambos necesitamos descansar un rato.

¿Descansar un rato? — casi gimió. — Herman, no entiendes, debemos irnos ya… ¡De inmediato! El Comisario no es nada paragonado a lo que hay aquí.

Cualquier cosa que yo estuviese a punto de decir, una voz detrás de mí me frenó. Giré y vi a la muchacha parada en el quicio de la puerta sonriente.

¿Hablaron ya con Euríale? — al darse cuenta que no la había oído. — vamos entonces a ver al otro hombre, el nervioso.

Nik me apartó, casi bruscamente, antes de que yo pudiese contestar, se paró frente a la muchacha y le habló en ese idioma antiguo.

De manera que Usted es la Kedemónas, ¿cierto jovencita? Y la… aquella con la cual hemos hablado es Euriale, la que surge lejos. — El tono de su voz era muy gentil y sumiso como si temiera espantarla o irritarla. — Entonces ¿dónde está Esteno, la poderosa? ¿Ella también vive en la Casa del Ojo?

Yo, como ya he dicho antes, entiendo perfectamente el griego clásico si se habla despacio, pero el sentido de esta intervención me dejó absolutamente descolocado. La muchacha, por el contrario,, contestó muy calmada, como si para ella aquellas palabras tuviesen un verdadero sentido.

Por supuesto — contestó, mirándonos amablemente. — Siempre han necesitado una guardiana. Euríale sube muy raramente y Esteno jamás, en consecuencia yo debo ocuparme de la Casa, tratar de que esté bien defendida y segura y, además, orientar a la gente del pueblo acerca de lo que debe hacer y cómo conseguir alimento para nosotros y para ellos… Me gustaría tener otra hermana, porque me siento muy sola. Pero son las Dos las que deben decidir.

Vengan — continuó Kedemónas, algo más bruscamente, — salgamos de aquí y busquemos un lugar en el cual puedan descansar. Lucen cansados y a nosotras no nos gusta la gente débil. Será mejor para ustedes que no lo sean. No son ni viejos y tampoco debilitados por enfermedades. Tampoco eso nos gustaría a nosotras.

Dio la vuelta, segura que la seguiríamos: en efecto, detrás de ella, en silencio, recorrimos de nuevo ese laberinto de salones oscuros, hasta salir al pórtico y encontrarnos en el jardín, con el sol golpeándonos la cabeza y una brisa ligera despeinando nuestros cabellos..

De una esquina de la casa, con pasos apurados y pistola en mano salió el Comisario de Campo del Ejército Popular de Liberación y Destacamentos Partisanos de Yugoslavia, Ante Mihailovic. Al vernos se nos acercó casi corriendo y me clavó en la cara su Browning. Estaba furioso y en su rostro cruel se reflejaba el miedo. Había sospecha y maldad.

¿Adónde los ha llevado, capitán Delgado? ¡Ni se le ocurra mentirme! ¡He sufrido un pequeño ataque de amnesia, y cuando me recuperé usted y el griego ya no estaban! ¡Exijo saber qué han hecho! No olviden que aquí quien manda soy yo, y ustedes dos son mis prisioneros… ¿Entonces?

Me esforcé para lucir calmado. Generalmente, a estos fanáticos histéricos les desarma la calma estoica de los adversarios.

Escúcheme por un momento — dije en un croata digno— quíteme esa pistola de la cara y sea razonable. Le hemos dejado en el jardín — (por supuesto no le dije cómo lo habíamos dejado; si él quería creer que había sufrido un ataque de amnesia, era su problema) — hemos sido conducidos dentro de la Casa para ser interrogados por una tipa que debe ser una de las viejas más odiosa de todos los tiempos. Nos ha dicho algunas palabras de dudoso significado detrás de una cortina sucia y gastada y nos ha sugerido que nos fuéramos. Esto es todo. Y ahora, por favor, sentémonos y comencemos a hablar un poco más seriamente.

El Comisario guardó la pistola. Luego se sentó en un banco y nosotros a su lado. Kedemónas se acurrucó sobre el césped delante de nosotros, y se quedó mirándonos con placidez. Nada incómoda, aparentemente, por estar, nosotros, hablando croata, un idioma que ella no dominaba, y feliz solo por poder admirar sus nuevos juguetes o, quizás, sus compañeros de juego.

¡Este maldito lugar! — explotó de pronto el Comisario Ante Mihailovic. — Esta isla se está volviendo insoportable. Cada vez que doy una orden a esta estúpida muchacha, me encuentro media hora después sentado y mirando el piso. La única vez que me obedeció fue cuando le ordené decirles a aquellos dos idiotas que fueran a rescatarlos en el bote… Ni siquiera he podido saber el nombre de esta isla. — Su voz, de a poco iba asumiendo un tono más agudo hasta convertirse casi en un gemido.

Miré a Nik con expresión interrogativa, pero él estaba mirando al comisario. Le formuló una pregunta y él contestó de inmediato.

Sí, he hablado con una vieja, una especie de musaraña escondida ahí adentro, en la oscuridad — admitió. — Me costaba entenderla y cuando encendí mi linterna portátil ella desapareció, esfumada: y, detrás de la cortina había solo una estatua terrible.

¿Una estatua? — murmuró Nik — ¿Qué estatua?

¡Qué voy a saber yo — gritó Ante Mihailovic , parándose como empujado por un resorte. — Además ¿qué nos importa? Era un enorme pulpo con una cara horrenda, dormido. No sé encontrar una definición por estas atrocidades. Me sentí mal solo al verla, llamé de inmediato a esta estúpida muchacha y le pedí sacarme de ahí.

Nos miró iracundo. Luego se dio cuenta que nos necesitaba y trató de calmarse. Volvió a sentarse e hizo un visible esfuerzo por controlarse.

Escuchen, caballeros — dijo con voz insegura. — Esta es una isla pretérita perdida no se sabe dónde. Más temprano que tarde caerá en nuestras manos. Pero antes de que esto suceda, presumo que transcurrirá algún tiempo. Podríamos vernos en la posibilidad de permanecer aquí por un tiempo algo largo, lo admito. Personalmente encuentro esta situación insoportable. Tengo muchas cosas que hacer… y cosas importantes, sin dudas ustedes también.

En consecuencia — continuó, tratando de ser persuasivo — les propongo una tregua temporal. Podría obligarles a cooperar, pero no lo voy a hacer. Dos oficiales enemigos liberados no obstaculizarán el ascenso de la revolución yugoslava. Ayúdenme a fugarme de aquí y yo les doy mi palabra de revolucionario de dejarles libre y ayudarles a reunirse con su ejército. ¿Qué responden? Si están de acuerdo, podemos comenzar a estructurar un plan.

Miré a Nik y él me miró y cada uno intuyó el pensamiento del otro. Ese bastardo no merecía ni una pizca de confianza, pero nos convenía estar en el juego para ver que podría pasar.

El teniente Papaloukas, y yo estamos de acuerdo, Comisario — informé suavemente. — A nosotros tampoco nos gusta mucho este lugar. Su propuesta nos parece razonable. ¡Ya tiene algún plan?

Así, mientras Kedemónas, nos observaba complacida, como lo haría cualquier ornitólogo observando tres especies totalmente desconocidas, estructuramos un sencillo plan de fuga.

Ante Mihailovic nos informó que le habían asignado un pequeño dormitorio en planta baja, en el ala opuesta a la gran casa. Estaba convencido que también a nosotros nos asignarían dormitorios parecidos cerca o contiguos al suyo. A pesar que tenían pequeñas ventanas a través de las cuales no podría pasar un hombre, lo cierto es que las habitaciones no tenían puertas, en realidad eran celdas de piedra con una sola puerta al final de un pequeño corredor que comunicaba con el exterior. A media noche nos encontraríamos ahí y bajaríamos a la playa en donde nos apoderaríamos de uno de los botes ahí varados, sin problemas ya que no se tenía noticias de que existieran guardias.

A mí la cosa me parecía demasiado sencilla. La verdad era que la conversación que tuvimos dentro de la casa con la vieja, no me había gustado ni un poquito y podía comprender que a Nik le había turbado muchísimo a pesar que no lograba explicarme la razón. El Comisario estaba más asustado que nosotros, sin embargo simulaba lo contrario con sus actitudes de heroico y esforzado revolucionario.

Por otra parte yo sabía perfectamente la recompensa que nos esperaba, una bala revolucionaria en la espalda cuando el comisario se hubiese sentido fuera de peligro, y Nik pensaba exactamente lo mismo.

De todas maneras no teníamos otra alternativa que aceptar el pacto. El Comisario estaba al borde de una crisis nerviosa y hubiese podido hacer cualquier locura. Lo que le hubiese sucedido a él después, si la señorita Kedemónaslo dormiría de nuevo o cualquier otra cosa no importaba en absoluto.

Nik se dirigió a la muchacha y le pidió muy educadamente si podía mostrarnos nuestras habitaciones. Como ya era tarde, nuestra petición pareció muy comprensible.

¿Desean que los alimento les sean entregados en las habitaciones? —Preguntó Kedemónasen tono inseguro. — Hubiese estado muy complacida si hubieran podido cenar conmigo.

Nik estuvo genial. Lo conocía suficientemente bien para saber que el solo hablar con ella le erizaba la piel, pero lo escondió muy bien. Le dijo que queríamos descansar para estar la mañana siguiente en plena forma y poder así disfrutar de su deliciosa compañía, y agregó un montón de galanterías más por el estilo.

La reacción de la mujer fue muy curiosa, no fue la de una mujer halagada, si no, más bien la de una muchachita que sabe que el placer ha sido solo pospuesto por poco tiempo y lo saborea a priori.

Además, con la luz del día apagándose sus grandes ojos redondos eran paulatinamente menos lindo y algo… yo diría: espectrales, sombríos.

El Comisario tenía razón. Kedemónasnos mostró nuestras habitaciones, unos cubículos adyacentes al del camarada, luego decepcionada se alejó lentamente.

Poco después un lugareño, más viejo de los que ya conocíamos, pero con el mismo rostro inexpresivo y la misma mirada vacía, se apareció con los alimentos: pan casero, carne, uva y una jarra con ese vino dulce y fuerte que ya había probado. Nik no quiso ni siquiera probar la carne, evidentemente de una clase de cabra local muy fibrosa. No sabía mal y yo comí también su porción. Por alguna razón que no entendí, Nik me sugirió que yo tampoco la comiera, pero tenía bastante hambre y estaba convencido que lo de Nik ya era paranoia.

A pesar de ser esta una isla, resultaba extraño que en la dieta no estuviese incluido el pescado.

Ante Mihailovic cenó con nosotros, pero no comió mucho estuvo inquieto, mirando constantemente su reloj y farfullando. De pronto hizo una pregunta a quemarropa a Nik a propósito de la estatua que había visto. La respuesta fue:

Sabía que los ojos debían estar cerrados o imposibles de describir.

Lo que esas palabras significaran, solo él lo sabía.

No fue una comida amena, pero al terminar de comer me sentí mucho mejor. Cuando se está en una situación crítica uno debe raspar todo lo que se te presenta porque uno no sabe cuándo se presentará otra oportunidad.

Eran ya las 18.30 y decidimos hacer tres turnos de guardia hasta la media noche. A mí me tocó el primero y los otros dos entraron en sus respectivos cubículos y trataron de dormir en las literas que nos habían preparado. Yo me senté en la mía y traté de pensar en un plan para neutralizar a nuestro camarada revolucionario.

Si no lo han notado, destaco que no había dado mi palabra de cumplir ningún acuerdo y era tan evidente que él pensaba traicionarnos que ni siquiera nos la pidió… una tontería, pero hubiese sido muy estúpido si él hubiese llegado a pensar que confiaríamos en él.

No tuve mucha suerte en el intento de formular un plan; lo único que se me ocurrió fue encontrar una gran piedra y en un momento de descuido, descargársela en la cabezota. Posiblemente era la atmósfera de aquel lugar, La Casa del Ojo, o lo que aquello significara, que no permitía la concentración. Una brisa ligera se introducía quejumbrosa por la estrecha ventanita y en el aire frío y húmedo se oían los ecos de lamentos y crujidos misteriosos.

La casa se construyó, seguramente, sobre cavernas inmensas que se abrían en la roca calcárea de la isla, a través de las cuales el mar podía entrar. A intervalos frecuentes un fragor ahogado, una suerte de bajo ululado, hacía vibrar el piso y lo sacudía por su intensidad. Todos saben que soy un individuo muy impresionable, pero había momento en los cuales me parecía oír el vientre de una bestia espantosa e inhumana que, una vez pasada la hora de la comida y habiéndose quedado en ayunas, marcaba la elevación de un hambre titánica y rabiosa. Todo esto me sucedía al solo oír el rugido del mar que chocaba violentamente contra el techo de alguna gruta subterránea, quien sabe a cuanta profundidad debajo de mis pies. Así que podrán darse cuenta de cómo estaba tenso.

Era ese, en verdad un lugar misterioso, con aquellos extraños sirvientes, o esclavos, con ese aire absolutamente refractario y las dos mujeres, la vieja y la joven, que dirigían todo escondidas en aquel mausoleo. Casi traté de levantarme y despertar a Nik, ya que él parecía tener alguna idea acerca de esta misteriosa gente, pero decidí dejarlo tranquilo. A él tocaba el último turno poco antes de nuestra huida y, la verdad, me lució realmente destruido.

Puntualmente Ante Mihailovich apareció frente a la puerta de su celda y me anunció que venía a relevarme. Pero me dijo con voz odiosa que pretendía hacer su turno en mi compañía. Yo podía dormir, pero en su presencia hasta la llegada del teniente Papaloukas .

No confío mucho en usted, capitán — me informó dando golpecitos con la mano sobre la funda de la pistola. — Esperaremos juntos hasta media noche.

Yo estaba molesto, pero también muy cansado para ponerme a discutir, así que me acosté en mi litera y casi inmediatamente me dormí.

Me despertó de pronto el sonido de un estacazo seguido por un ruido sordo. Pensé que el comisario se había amodorrado, sentado en el taburete y se había caído. Mientras me estiraba y parpadeaba para despabilarme, vi a Nik que con una sonrisita se colocaba la pistola en su cintura. Había esperado y cuando pudo le asestó, por sorpresa un golpe en la cabeza con el taburete de su cubículo, al camarada Comisario, que estaba tendido en el piso, bastante visible en aquella extraña luz. Lucía dormido.

No fue necesario hablar. En un momento me calcé los zapatos; la ropa no nos la habíamos quitado. Nos deslizamos furtivamente a lo largo del corredor, Nik adelante con la pistola y yo atrás blandiendo uno de los taburetes de madera. Veíamos la luz de la luna entrar por una de las puertas del fondo, alrededor no había ninguna señal de vida; solo aquellos murmullos subterráneos y subacuáticos siempre más fuertes y frecuentes. Pensé que la corriente debía ser muy impetuosa.

Cuando al fin, estuvimos afuera, vimos que se había levantado un fuerte viento y el mar estaba muy encrespado. La puerta por la cual habíamos salido se abría exactamente en el jardín y, después de haber dado una breve mirada alrededor, nos lanzamos a toda velocidad hacia el sendero que conducía a la playa. Los matorrales y los arbolitos se doblaban sacudidos por el viento, y la luz de la luna llegaba viva pero a saltos, a través de trozos de nubes en carrera.

Habíamos apenas alcanzado la estatua del guerrero del que ya les hablé con anterioridad, cuando escuché el último ruido que hubiese esperado oír: ¡el silbido de numerosas balas que me pasaron muy cerca! Simultáneamente a nuestras espaldas llegó una ráfaga de metralleta.

Instintivamente me tiré al suelo y vi a Nik zambullirse debajo de un matorral a mi derecha. Nos dimos cuenta que habíamos cometido dos errores fundamentales: el primero creer que el Comisario solo poseía una sola arma, y ahora estaba avanzando dando tumbos hacia nosotros disparando cortas ráfagas con un Schmeisser y blasfemando en croata. El segundo error fue no haberlo inutilizado amarrándolo. Nik apuntó con su Browning y disparó dos veces. Una de las balas tuvo que haber pasado muy cerca de nuestro perseguidor porque también se lanzó a tierra y se arrastró detrás del pedestal de una estatua a cerca treinta metros de distancia. Terminó el fuego y a nuestro alrededor cayó una calma momentánea, interrumpida solo por el viento y el fragor de las olas lejanas bajo tierra.

Pero ya a estas alturas, la Casa del Ojo se había despertado. No se encendió ninguna luz, pero de improviso, en un lugar despoblado cerca del Comisario y detrás de él, apareció Kedemónas con su túnica blanca y los espesos rizos rubios al viento. Gritó algo, pero el camarada, quizás asustado, se dio la vuelta y le disparó. La muchacha, alcanzada por unas seis balas, cayó al suelo, muerta. Si bien es cierto que Kedemónas era un personaje raro, pero estaba desarmada y, hasta donde llegaba mi conocimiento, no había hecho nada que pudiese justificar ese asesinado a sangre fría. Debo aclarar que Nik a posteriori no me dio la razón, pero este es otro cuento.

El comisario pareció estupefacto por su gesto, y se quedó arrodillado mirando el cadáver, dándonos la espalda. Nik me hizo una seña y ambos nos paramos y arrancamos a correr como unos desesperados hacia el sendero. Corríamos sobre la grama si hacer ruido. Creo que hubiésemos podido seguir hasta la playa tranquilamente, pero al llegar a la embocadura del sendero, algo, una especie de presentimiento nos hizo voltear.

Algo se había interpuesto entre nosotros y Mihailovic. La Luna estaba parcialmente escondida y la visibilidad era escasa: de todas maneras una masa enorme y negra, cuyas partes superiores parecían retorcerse y sacudirse en un movimiento frenético, escondía al yugoeslavo de nuestra vista. Fuera lo que fuera, de improviso retrocedió tambaleante, y en aquel preciso momento, la Luna apareció detrás de las nubes.

Lo que ambos vimos nos hizo correr alocadamente sendero abajo. En poquísimo tiempo ya estábamos a bordo de un pequeño bote remando frenéticamente hacia la entrada de la bahía. Luchando contra el mar borrascoso nos abrimos caminos hacia la estrecha abertura y salimos a mar abierto. ¡Fuimos en verdad heroicos!

Aunque hubiésemos descansado y comido algo, los acontecimientos habían sido intensos y, al superar los dos pequeños promontorios que cerraban la bahía, comencé a aflojar un poco el remo. Pero Nik se dio cuenta de inmediato, gracias a Dios, y de inmediato me quitó las ganas de descansar.

¡Por Dios, Herman, qué te pasa… sigue remando! — me gritó superando el ululado del viento siempre más fuerte. — ¡Todavía no estamos seguros! ¡Sigue remando, por tu madre, sigue remando!

Algo en su manera de actuar me empujó a remar con todas mis fuerzas y a olvidar mi cansancio.

El viento era impetuoso y no muy violento. El aire era tibio. La forma de la pequeña embarcación era particularmente adecuada para romper las olas, y el agua casi no entraba a bordo a pesar que estábamos absolutamente mojados por el salpicado. Sobre nuestras cabezas el cielo estaba oscuro y, delante de nosotros, hacia el norte, las nubes se volvían rápidamente más negras. Detrás no se divisaba ni una sola luz. En ese momento, mirando las nubes delante de nosotros, observé algunos relámpagos que comenzaban a cruzarse. Me asaltó la constatación de la casualidad que habíamos llegado a la isla en un temporal y estábamos saliendo de ella bajo otro temporal.

Nik, sin embargo, solo miraba hacia la popa con atención casi obsesiva. De improviso lanzó un alarido y dejó de remar. Indicó con la mano un punto a poca distancia de la popa del bote, pero yo no vi otra cosa que una ola excepcionalmente alta que se partió en una mancha de espuma.

Más adelante y casi sobre nuestras cabezas, los rayos se perseguían en el cielo. La Luna había desaparecido detrás de la pesada cortina de nubes y solo la luz de los relámpagos permitía entrever las violentas oleadas que sacudían la embarcación y las crestas rotas de las olas.

A este punto sentí una nueva fuerza invadir mis brazos. Puede parecer extraño, y posiblemente misticismo puro para ustedes que están aquí sentados, pero fue como si hubiese recibido un mensaje: Todavía un pequeño esfuerzo más y estarás a salvo. Esa certeza me infundió la energía necesaria. También Nik remaba como un poseído y rompíamos las olas con una terquedad demente.

Luego sucedió. Nik no había dejado de mirar nunca el mar detrás de nosotros, y tiró su remo en el bote con un único y amplio movimiento. Yo estaba todavía remando, pero paré, con la boca abierta de par en par, el bote quedó suspendido sobre la cresta de una enorme ola.}

Iluminada por un violento relámpago, la cosa que Nik había visto, emergió de la cresta de la enorme ola sucesiva a la en la cual estábamos en equilibrio.

Herman calló un momento y comenzó a observas su trago de ron como si le costara trabajo continuar. Luego nos miró gravemente y continuó su relato.

Ya ha transcurrido tanto tiempo, y no recuerdo más con absoluta certeza qué cosa era lo que vi y tampoco las sensaciones que experimenté. Una cosa enorme emergió del mar, una gran masa redonda con largas tiras de algas, que se ensanchaba sobre el agua por muchos metros. ¡Y esas tiras de algas se movían! Debajo de esa masa verdosa creí ver dos grandes ojos redondos, de una luminosidad singular, que chispeaban debajo del agua con una luz aciaga.

En ese preciso momento las fuerzas me abandonaron completamente. Me quedé ahí sentado, mirando asustado esa cosa emergida de las simas de los océanos para arrastrarnos hacia el abismo.

Nik no era un majarete como yo. A la luz de otro relámpago, lo vi arrodillado a popa y el estallido de la Browning superó el fragor de la tempestad. Vació el cargador y luego, de acuerdo a lo que me dijo después, tiró el arma descargada contra el monstruo. Si sirvió para algo, nunca lo sabremos.

Un instante después, otro rayo casi nos destroza el bote. El trueno por poco nos rompe los tímpanos, una luz cegadora, y un enorme olor a ozono, todos al mismo tiempo y, en ese preciso instante, repentinamente, el mar detrás de nosotros estuvo vacío. La cosa había desaparecido. Nik, como yo, entendimos que se había ido, que ya no nos habría hecho ningún daño: No podría hacerlo más.

Volvimos a remar, la tempestad amainó, el mar se calmó y aparecieron las estrellas, y nosotros seguimos remando rumbo noreste, con ganas. Al amanecer nos avistó un buque mercante español que casi nos hunde y dos semanas más tarde estábamos de nuevo en Atenas. Después de todo fue una experiencia muy singular.

¿Qué vimos en la isla para hacernos escapar de aquella manera? ¿Qué le sucedió al Comisario?

Bien creo que todavía está ahí. Bajo la luz brillante de la Luna vimos que él, su indumentaria y su metralleta, en suma todo, se había convertido en una hermosa piedra blanca: mármol probablemente. Muy ornamental, si uno tiene el estado de ánimo adecuado para apreciarlo. Nosotros no lo teníamos.

Creo escuchar todavía las últimas palabras de Nik cuando más tarde especulábamos sobre lo que había acontecido.

No creo que suceda con mucha frecuencia que alguien rompa la barrera alrededor de aquella isla, y gracias a Dios que así sea. Los antiguos — continuó — han dicho que de las tres hermanas, Medusa era la única mortal… ah, a propósito solo a título informativo: en ático, griego antiguo Μέδουσα, ( Médousa), significa guardiana, protectora y la guardiana en demótico, es decir en griego moderno se dice κηδεμόνας (Kedemónas)… ¿Curioso, verdad?

Fin

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Ermanno Fiorucci

Lector empedernido de Ciencia Ficción cuando queda tiempo y Escritor por esa necesidad primaria de decir lo que pienso adaptado en un contexto muchas veces menos extraño que la misma realidad. Admirador sin titubeos de Isaac Asimov y Jean Paul Sartre. También conocido por mis amigos como "El Sire".

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